Después del resultado de las PASO es común escuchar a observadores y analistas referirse a la transición que ocurrió entre Fernando H. Cardoso y Lula en 2002. La mayoría de los comentarios se concentra en los componentes internos de ese cambio de administración que implicó también un cambio en la coalición socio-política en el poder. Creo que la clave de esa alternancia fue personal y tuvo que ver, centralmente, con la dimensión internacional. Recomiendo la lectura del texto de Matías Spektor, 18 dias: Quando Lula e FHC se uniram para conquistar o apoio de Bush, que es un libro imprescindible para quienes creen, buscan o estimulan una transición exitosa en la delicada Argentina actual. Entendiendo la singularidad de nuestro caso pues no se trata de un presidente en vías de terminar su mandato y otro presidente ya electo en vísperas de su asunción formal.
El triunfo de Lula generó una doble reacción: la del mercado y la del gobierno de Estados Unidos. Ambos con gran inquietud ante lo que se percibía en aquella coyuntura como una nueva amenaza —la mayor por el peso de Brasil— del progresismo en América Latina. Se llegó a hablar en medios como el Financial Times del eventual nuevo “eje del mal” compuesto por Castro, Chávez y Lula, al tiempo que el entonces secretario de Tesoro, Paul O’Neill, decía que Lula debía demostrar que “no era loco”. Fue tal la situación político-económica que el riesgo país en Brasil pasó de 800 a 2400 puntos. Otto Reich, en la Subsecretaría de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, y Roger Noriega, embajador ante la OEA, interpretaban el triunfo de Lula como un grave riesgo por el avance de la izquierda en la región. En particular, Noriega denunciaba peligros por doquier a tal punto que ante la llegada de Eduardo Duhalde al gobierno nacional, después del colapso del gobierno de la Alianza, veía el espectro de la “venezolanización” en la Argentina de entonces.
Spektor narra 18 jornadas clave que condujeron al promisorio encuentro entre el presidente electo, Lula, y el presidente en ejercicio, George W. Bush, el 10 de diciembre de 2002. El protocolo estadounidense no prevé encuentros con mandatarios electos y menos aún si son de partidos distintos del que gobierna en Washington, sin embargo el encuentro se llevó a cabo y fue alentador. Brasil, con Cardoso y Lula, y con los matices específicos que caracterizaban sus distintas ópticas en materia de política exterior, reconocía que un Estados Unidos concentrado en la “guerra contra el terrorismo” necesitaba que ese gravitante país de América Latina aportara a la estabilidad y actuara con responsabilidad en la región. Supieron leer a Washington y entendieron el papel que podían empezar a desempeñar en el Sur global. También que un “golpe de mercado” sería funesto para Brasil, su sociedad y sus sistema político.
Más allá de sus diferencias ideológicas, que nunca ocultaron y no alteraron la tensión natural entre dos líderes con proyectos internos disímiles, Cardoso y Lula convergieron en que era fundamental impedir que Washington y Wall Street fueran un obstáculo para la democracia y el desarrollo del Brasil. Y ambos supieron que la clave estaba en la política más que en la economía: había que lograr el respaldo de Bush, evitar sesgos anti-Lula en el ejecutivo y el legislativo y mostrar que era un poder emergente y no un actor revisionista. En aquel trimestre, que va del 28 de octubre al 10 de diciembre, Cardoso y Lula demostraron entender muy bien cuáles eran los intereses permanentes de un país, más allá de los disensos partidistas y sus convicciones personales.
Pero esto no fue la acción de solo dos individuos. La embajadora de Estados Unidos en Brasilia, Donna Hrinak, y el embajador de Brasil en Washington, Rubens Barbosa, así como el canciller Celso Lafer y la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, fueron participantes relevantes. Políticos avezados del PSDB y el PT jugaron papeles importantes en los contactos brasileño-estadounidenses. En los dos países hubo protagonistas estelares y discretos que supieron tender puentes, dialogar y facilitar la transición. Si la responsabilidad primaria estuvo en el gesto de Cardoso, la responsabilidad complementaria estuvo en la actitud de Lula. Grados de responsabilidad diferentes no implican la imposibilidad de acuerdos puntuales.
Para pensar en un modelo similar de transición para la Argentina habría primero que tener la certeza sobre la disposición, la voluntad y el interés del presidente Mauricio Macri de contribuir a una transición pactada con el candidato Alberto Fernández con altas chances de triunfar en octubre próximo. Si esa voluntad y compromiso existieran, lo siguiente que debería cambiar (terminar) es la campaña basada en la idea de las dos Argentinas; una democrática y otra autoritaria, una moderna y otra atrasada, una abrazada a Occidente y otra “chavo-madurista”. Si eso se lograra, habría que aceptar (en Juntos por el Cambio y en el Frente de Todos por igual) que los componentes diplomático y material de la relación de la Argentina y Estados Unidos son cruciales y deben aproximarse sin dogmatismo y con el principio de aumentar la autonomía (y no la aquiescencia) del país. Una vez definido esto, habría que explorar qué figuras del gobierno y de la oposición triunfadora en las PASO podrían comenzar a desplegar, de inmediato, una acción conjunta con contrapartes abiertas al diálogo en Washington, a sabiendas de que nada es o será fácil con la administración del presidente Donald Trump.
¿Podrán Mauricio Macri y Alberto Fernández generar para la Argentina un hecho de la relevancia histórica que tuvo aquella transición de poder en Brasil? En todo caso, es importante que personas y fuerzas influyentes, desde distintos ámbitos, incidan para ese objetivo no fácil de lograr en una Argentina (nuevamente) al aborde del abismo.
* Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario de la Universidad Di Tella.