Érase una vez en... Hollywood             5 puntos

Once Upon a Time in… Hollywood, EE.UU./Gran Bretaña/China, 2019.

Dirección y guion: Quentin Tarantino.

Fotografía: Robert Richardson.

Duración: 161 minutos.

Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino, Emile Hirsch, Bruce Dern, Dakota Fanning, Lena Dunham.

Mala noticia: la película más esperada del año es un ejercicio de estilo desparejo y estirado. Seductor de a ratos, agradable siempre, vacuo en líneas generales y singular sólo en la última secuencia, uno de esos tours de force tarantinianos, sangrientos hasta la carcajada. Pero Érase una vez en… Hollywood no es un ejercicio brillante. Hasta el propio título promete lo que no cumple. Se supone que anuncia alguna clase de diálogo con la serie inaugurada por Sergio Leone con Érase una vez en el oeste y Érase una vez en América, y no hay nada de eso. Además, ¿por qué esos puntos suspensivos, que crean una expectativa sin rumbo? Como tantas cosas de la película, un recorte lo hubiera beneficiado.

En su noveno largometraje Quentin Tarantino se sumerge en el Hollywood de los años 60 como quien desembarca en un planeta en el que todo son marquesinas con títulos de películas (reales), posters de otras películas en interiores, encuentros en los que se habla de películas y rodajes de películas. O series, porque ambas cosas aparecen indiferenciadas en Érase una vez en… Hollywood. El año es 1969. Es el fin de la década, y el realizador de Tiempos violentos asiste a una utopía hippie a punto de caer. La va a ahogar en sangre el tipo que orquesta la masacre final, a quien se ve una sola vez. Pero esa carnicería no tendrá la repercusión que en realidad tuvo. Como Bastardos sin gloria, Érase una vez… corrige la Historia por vía de la ficción.

Lo que también parece a punto de terminar es la carrera de la estrella de televisión Rick Dalton (Leonardo DiCaprio). El show que lo hizo famoso entre fines de los 50 y los primeros 60, la serie western La ley de la recompensa, ya no está en el aire, y ahora lo único que le queda es hacer de villano invitado en series de terceros. Su fiel escudero y doble de riesgo, Cliff Booth (Brad Pitt), está siempre con él. Un tipo de la industria llamado Marvin Schwarz (Al Pacino), cuyo rol preciso Tarantino no se ocupa de aclarar (así como tampoco se sabe de quién es la voz en off que narra de a ratos), le aconseja volar a Roma para actuar en spaghetti westerns. El plan no entusiasma a Rick. En paralelo el realizador de Kill Bill sigue a la nueva vecina de colina de Dalton, no otra que la rubísima Sharon Tate (la australiana Margot Robbie). A su vez, en algún momento los pasos de Cliff se cruzarán con una chica que resulta ser miembro de La Familia. No su familia biológica, tampoco la mafia, sino La Familia de Charles Manson. Las líneas convergen fatalmente.

Érase una vez… es tan expansiva --en duración, en líneas narrativas, en personajes-- como todas las películas de Tarantino. Tanto como para darse un gusto, el realizador de Perros de la calle invierte buena parte del metraje en filmar escenas de series reales, como El FBI en acción, y de otras que no lo son. Entre la multitud de personajes hay lugar para cameos “reales” (Steve McQueen, Michelle Philips y Mama Cass en una fiesta en la mansión de Hugh Heffner, Bruce Lee y Polansky fuera de ella) y actorales, a cargo de de Kurt Russell, Clu Gulager, Michael Madsen y Zoë Bell, la doble de riesgo de Death Proof.

En una película tan pletórica en personajes, en términos dramáticos hay un único personaje, Rick Dalton. A Rick le pasan cosas: tiene pánico al fracaso y por eso toma de más, tartamudea y anda llorando en público. Hay, quizás, un segundo personaje, el ciego (o no) que en una única escena interpreta el veterano Bruce Dern, a quien una chica de La Familia le hace vivir una tardía vida sexual. Los demás, incluidos el Cliff Booth de Brad Pitt y la Sharon Tate de Margot Robbie, tienen tanta entidad como la figura de cartón que aparece en la escena de créditos finales. Escena absolutamente innecesaria, por cierto. La cámara que empuña el brillante Robert Richardson (DF estable de Tarantino, desde Kill Bill para acá) se mueve con elegancia, pero en ocasiones no va a ninguna parte. Como la película misma. La secuencia final, pacientemente construida, es una orgía de sangre, sorpresas (un pitbull participa activamente) y montaje. Dura unos cuarenta minutos. Da la sensación de que las dos horas previas sirven de preparación para llegar hasta ese punto.