La defensa del campo de los derechos humanos se convirtió en “objeto sagrado” para nuestra sociedad. Tomaré lo sagrado en el sentido de un tratamiento posible sobre lo real, aquello que toda sociedad instituye para recubrir lo intocable, o dicho de otro modo, lo que opera en su función de límite al marcar una frontera. Podemos pensarlo desde el psicoanálisis en términos de la compleja articulación antinómica entre el sentido absoluto y la falta real de sentido que lo sacro impone. Tocarlo, entonces, es tocar las fronteras de lo traducible y el nudo real del sinsentido al mismo tiempo.
En tanto hemos atravesado la experiencia de la desaparición, podemos sostener que si la muerte se constituye en lo sagrado, la desaparición lo es aún más porque aguarda el acceso a un estatuto traducible mientras opera simultáneamente en el terreno de lo ominoso. De otro modo es intratable porque no tiene inscripción en términos del sentido. Y quien toca ese borde se vuelve obsceno. Tal como plantea Mircea Eliade1, la experiencia del límite es una barrera que no debe franquearse, porque la prohibición pesa sobre los sujetos.
En los últimos años --luego de haber atravesado una experiencia instituyente en este terreno durante el período 2003/2015-- se han dado muestras del retorno de un Estado dispuesto a tocar el nudo del dolor traumático al impulsar una supuesta equidad doliente que intentó reabrir el discurso de los bandos, los “dos demonios” y llegando incluso a producir la inversión pública de la figura estatal de víctima. Sin embargo eso no fue posible.
Es necesario aclarar que no se trata de hacer lugar a la exaltación de la víctima ni de elevar al estatuto religioso a sujetos que son empujados a encarnar ese inefable lugar. Se trata más bien de introducir algunas precisiones.
En nuestra sociedad la palabra “desaparecido” significó la construcción de un neologismo. Fundó una “neológica” derivada de una nueva retórica social. Fueron muchas las sociedades que en nuestra región debieron transitar por ese significante con el mismo dolor e irrepresentabilidad. Sin embargo, la construcción que la llenó del sentido articulador que en este país le dieron los y las sobrevivientes, las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, forjaron una nueva categoría. Bordeando un imposible, se asumió la falta de significantización del término y se puso a trabajar el sinsentido que lo determina, creando a la vez que un nuevo significante, un nuevo sujeto político representado en él.
Si bien es cierto que las políticas en derechos humanos forman parte de las agendas estatales en la mayoría de los países democráticos, suelen inscribirse en hechos generalizables, contables y tecnocratizados. Pero la enorme distancia que implica convertir esa política en un dique de contención ante el dolor social, y asumir la administración del dolor como política pública reparatoria --como se dio en nuestro país--, es contundente.
Pero una política reparatoria frente a delitos de lesa humanidad requiere de fuertes anudamientos entre la memoria, la verdad y la justicia. No es lo mismo la culpabilización subjetiva derivada de las políticas indemnizatorias en marcos de impunidad, como ocurrió en los años 90, dejando a los sujetos subsumidos a un nuevo dolor derivado de la clausura de verdad y de justicia; que enmarcar esos actos en el contexto de juicios por la responsabilidad del Estado, como los que se desarrollaron en el país, a partir del año 2003, produciendo un impresionante movimiento de justicia, pero también de asentimientos subjetivos para afrontar esos actos.
Por el contrario cuando el único valor es el contable “¿30.000? ¡Ni idea!, te la debo”, “es un curro”, “fueron menos”, “el número se acordó en una mesa”, se profana la memoria colectiva y se toca una fibra de muy compleja hechura.
Es decir que no podemos desconocer el espacio social sintomatizado que habitamos, interpelado por la desaparición de cuerpos vivos con identidades falseadas y cuerpos muertos insepultos. Entonces la pregunta por lo sacro como frontera nos enfrenta a la lectura de lo que se intentó destituir en el último período con la inversión de la categoría estatal de víctima, la desaparición y el duelo. ¿Se puede tocar el dolor imaginando que eso no tiene ninguna consecuencia? ¿Qué define a un Estado democrático? ¿No serán sus políticas sobre el dolor? ¿No se definirán esas políticas por una decidida “gobernabilidad del lazo”?
La víctima como categoría estatal
A partir de la tarea desarrollada por quienes sostuvimos una responsabilidad directa en el tratamiento y acompañamiento a víctimas del Estado, vimos la necesidad de reabrir debates acerca de la reconceptualización del daño frente a delitos de lesa humanidad y también de introducir al sujeto que la técnica excluye ya que frente a “las narrativas consistentes y coaguladas, que el testimonio jurídico le exige a las víctimas --sobrevivientes de esa experiencia atroz--, no hay modo de que quien responda no sea el Sujeto topándose siempre con lo Real”2.
El proceso de justicia a nuestro entender implicaba introducir un nuevo sujeto dividido por efecto del lenguaje (con olvidos, actos fallidos) ya que el único modo de nombrar lo indecible es dejando emerger las fisuras de lo innombrable. No se puede exigir no fracasar justo allí, donde todas las barreras ya se han franqueado.
La temporalidad extractivista del mercado y de la urgencia financiera intentó hacer desvanecer la memoria, anulando sus correlatos y sus legados, dislocando toda significación y reduciendo todo ello al estatuto de objetos mercantilizables atravesados por la lógica de la obsolencia programada.
En este mismo sentido, se desligaron las políticas de derechos humanos de la Política y esta disyunción entre las políticas de Estado y la a-política victimal gestó un deslizamiento imperceptible para impulsar la creación de un nuevo campo de víctimas producidas por hechos desvinculados de cualquier incidencia del Estado.
Si la asunción de la responsabilidad como vía hacia la dignidad de un acto instituyente oficia de freno a la conversión en objeto mercantilizado, y se pone en cruz con la profanación de la memoria; es evidente que el terreno del acto como productor de humanidad, en la Argentina lleva un nombre: campo de los derechos humanos.
Extracto del texto publicado en “Territorios, escrituras y destinos de la memoria”, 2018, Ed Tren en movimiento.
Fabiana Rousseaux es psicoanalista. Dirige Territorios Clínicos de la memoria (AC), fue directora del Centro Ulloa (SDH Nación).
1. Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, Paidós, 1998.
2. Rousseaux, F. “De la consistencia a la conjetura. Políticas públicas de Estado: Sujeto” en “Lacan en las lógicas de la emancipación. En torno a textos de Jorge Alemán”, España, 2018, Ed. M. Gómez.