Desde hace unos días en casa ya no miramos Netflix en las notebooks. Sacamos todos los chirimbolos que se habían acumulado arriba del televisor, le pasamos el plumero y lo arrastramos al centro del comedor, frente al sofá de cuatro plazas que ya nadie usaba y que ahora volvió a convertirse en un viejo y querido mueble. Hasta el abuelo, que hace un tiempo aprendió a manejar la vieja PC arrinconada en la salita de las cosas de limpieza y ahí anda navegando, como abstraído, se arrimó al nuevo fogón. Los chicos, a eso de las nueve de la noche, ya van dejando de lado las tablets y empiezan a ponerse ansiosos y a murmurar prime time, quiero prime time.
La mayoría de mis amigos, esos que me cargaban porque en las reuniones de los viernes yo contaba que a veces miraba a Andy los sábados, me confesaron que están pensando en dejar de pagar Netflix (que justo aumentó), porque ahora la mirada irónica volvió a ser posible en la televisión. Me explican: así como en su momento Sandro pasó de grasún a objeto de culto (no lo lograrán con Monzón, presumo), ahora ver a Majul , a Feinmann, a Carnota, a tout TN, y por sobre todas las cosas a los panelistas todo terreno de Animales sueltos, se volvió cool, divertido y súper irónico. O sea, me dicen, eso se volvió parte del tan mentado “consumo irónico”. Yo, por no pelearme en las reuniones, les digo que sí. Yo ya digo a todo que sí. Pero la verdad, creo que lo que por estos días nos convoca frente a la pantalla de la televisión como si todos nos hubiéramos convertido en los Simpson, no es la ironía sino... otra cosa. Bastante peor.
Carnota, Maxi Montenegro, Romina Manguel, el cordobés sacado Rossi, Rosendo Fraga y, por supuesto, pará pará pará Fantino.
Unos días atrás, sin ir más lejos, le explicaban a Ale la suba del dólar, y cómo podía ser que la gente los saque de los bancos, o qué pasaría si todos buscan los pesos al mismo tiempo, y ese tipo de cosas de, digamos, candente actualidad. Uno opinaba que el problema era económico, otro que era eminentemente político, y Fantino, a cada rato, interrumpía diciendo que ojo, ojo con lo que decían, porque del otro lado había un montón de gente, señoras, chacareros, dentistas, todos pendientes de todas y cada una de las palabras que se pronunciaban en esa mesa donde tanta pero tanta adrenalina se lanza al aire desbocada, porque esos chacareros y camioneros y fisioterapeutas querían informarse, porque querían saber, porque están angustiados y a la vez, anhelantes por ver si, de una u otra forma, podemos sumar los tres o cuatro puntitos porteños que nos salven de la debacle total, de la pantalla vacía, si al menos logramos que al ministerio de la venganza lo rebajen a secretaría, digo ¿no?, qué sensaciones tan confusas.
Pará, pará, pará, Ale. Lo que yo ya ni siquiera intento explicar a mis amigos es que si subió el rating de todos ellos o todos ustedes, de Majul, de Fantino, de Nelson, de Joaco, es porque nosotros, los ex irónicos, ahora estamos embebidos de un frenesí de ansiedad y morbo. Sí, Ale, somos tantos los morbosos, que les subimos el rating porque volvimos a ver televisión.
Los miramos por morbo, porque no se puede renunciar a un espectáculo en vivo tan atractivo, un circo de piruetas y payasos y equilibristas tan lisérgico, una montaña rusa gratis, inolvidable, que te mantiene entretenido y a la vez te coagula la angustia y el miedo de mierda que nos inocularon y que todavía derraman. Yo, por los chicos y por el abuelo (que volvió a hablar de Perón y de Yrigoyen y de Alfonsín, como que se despabiló de golpe y también le brillan los ojitos morbosos, como que le volvió el goce al viejo), mucho espamento no hago. Pero entre espasmo y espasmo de placer morboso, confieso que una caída de ojos de Majul todavía me puede, me altera, me hace perder la confianza. Un rictus bien puesto de Maxi Montenegro me genera palpitaciones. Un silencio bien actuado de Leuco hijo me hace sentir pánico al pánico. Todavía me pueden. No soy cínico. Ni siquiera tan Irónico. Me como los amagues y miro a los chicos y al abuelo para verificar si ellos también están entrando en el juego o conservan sus emociones controladas mientras se entregan al placer morboso.
Como les dije, a diferencia de mis amigos que todavía andan dando vueltas entre montañas de series de Netflix atrasadas o Animales sueltos, yo no me engaño. Yo sé que no es un sentimiento aceptable lo que siento. Es algo adictivo, morbosidad adictiva.
Miro a los chicos y veo que ya no tienen ese gesto como lejano, incorpóreo, frente a las pantallitas. Noto que frente a la gran pantalla de la TV, después de las nueve, les corren hilos de baba plateada por las imberbes barbillas. Lógicamente no entienden cabalmente todo el despipiole de macroeconomía que escuchan, pero las gestualidades, palideces y caripelas que salen del televisor los hace matar de risa, los retuerce de risa y se codean entre ellos y juegan a ver quién es más desopilante.
Igual yo no quiero que se críen en el revanchismo ni el resentimiento, así que a eso de las once, once y pico a lo sumo, la cosa se corta para ellos. Pero intuyo que si esto sigue unos meses más, no voy a poder evitar que pidan quedarse hasta el cierre de los Animales sueltos. O que se aviven y quieran volver a ver todo por you tube.
Bueno: yo igual quería contarles que más allá de la preocupación lógica de que lo que haya vuelto a reunir a mi familia sea un vicio tan reprochable como el morbo de ver al otro mordiendo el polvo, estoy muy contento con que la familia se haya vuelto a unir frente a algo tan sencillo como un televisor para disfrutar de las cosas simples de la vida.
Igual, para no estar tan encerrados todo el tiempo, el fin de semana (sorpresa, no dije nada todavía a nadie, menos a los chicos, que además de morbosos son ansiosos como todos los chicos) vamos a ir todos juntos al cine. Sí, señores, al cine en vivo y en directo como en los viejos tiempos, como en Cinema Paradiso. Vamos a ir a ver La odisea de los giles, porque intuyo que nos va a dar otra dosis potente de morbo, y después vamos a comer una pizza por Corrientes. Cueste lo que cueste que los gustos hay que dárselos en vida.