Las ocho letras que conforman el título se sobreimprimen sobre una imagen tan bella como pavorosa. En algún lugar del espacio exterior, lejos del Sistema Solar que les dio vida y cobijo, como si se tratara de una versión galáctica de los viejos entierros de altamar, cinco cadáveres prolijamente envueltos en sus trajes espaciales flotan en el vacío, iniciando su viaje hacia la eternidad. Han transcurrido los primeros dieciocho minutos del último largometraje de la francesa Claire Denis, opus catorce en su filmografía, y el espectador tiene apenas algunos datos en la cabeza, tan pocos que las configuraciones posibles del rompecabezas resultan incomprensibles, inconmensurables. Sí sabe que Monte –un Robert Pattinson lacónico, pragmático, maduro, cada vez más alejado de las brillantinas de la fama teen– es el único adulto con vida en una nave espacial que lo conduce irremediablemente hacia ningún lado. El primer sonido humano que se escucha en High Life, sin embargo, no surge de sus cuerdas vocales. Un bebé, una niña que apenas si está comenzando a dar sus primeros pasos, balbucea algunos sonidos; lo más parecido a una palabra es un claro y directo “da-da”. Adentro, la beba observa en la pantalla los fragmentos de una película de indios y vaqueros, reacciona ante los movimientos de los personajes, vuelve a su “da-da” con orgullo de primeriza. Afuera, Monte intenta arreglar un desperfecto menor, afirmado sobre una pared lateral del hogar flotante gracias a las fuerzas gravitatorias, consciente de que un accidente, un impulso inesperado, podría lanzarlo hacia el infinito y más allá, sin posibilidad de retorno. Un vistazo hacia lo inconmensurable provoca un cambio en la imagen, del prístino digital a un fílmico granuloso, del negro total e impenetrable a la oscuridad paulatina de un pozo de agua, hace tiempo y allá en la Tierra, el terruño del cual el cordón umbilical se ha escindido para siempre. Es el primero de una serie de particulares recuerdos/flashbacks no necesariamente narrativos, aunque sí muy evocativos, momentos que recuerdan al Andréi Tarkovski de Solaris, una de las muchas filiaciones –aunque no la única, ni la más importante– que Denis incorpora en su película más reciente, rodando por primera vez en idioma inglés una particular aproximación a un género, en principio, ajeno a sus intereses previos: la ciencia ficción.
El reingreso a la nave ocupa a Monte en tareas más arduas: calmar a la criatura, bautizada como Willow, darle de comer, limpiarla, hacerla dormir. “No podés comerte tu propia caca o beber tu pis. Eso es un tabú”, le enseña, al tiempo que introduce orina en un artilugio capaz de transformarla en agua pura. Tabú. La palabra adquirirá otras connotaciones y potencias cuando el relato regrese al pasado reciente, con la tripulación intacta en número y forma. Por ahora es sólo eso: no comer las excreciones corporales. Una vez que la pequeña astronauta se ha dormido, Monte envía un mensaje diseñado para que el navío continúe activo por otras veinticuatro horas y se dirige hacia una sala aislada y convenientemente refrigerada. Con delicadeza y, tal vez, algo de cariño, el hombre envuelve a los cinco cadáveres con sus trajes espaciales, sella los brazos de tela especial hasta escuchar el click y afirma los cascos que sellarán para siempre la piel y los tejidos a los huesos. Monte acaba de transformarse en embalsamador y sepulturero. Denis registra esa extensa secuencia y su bello y horrendo final con la misma brutal delicadeza del personaje, antes de que la puerta abierta hacia el vacío de pie al inicio formal del resto de la historia. Una historia que conjura las raíces y derivaciones del sci-fi puro y duro pero que, en las manos de la directora de Bella tarea y 35 rhums, se dispara hacia otros territorios, algunos de ellos familiares, otros desconocidos en su obra previa.
En principio, nada más alejado de High Life que los oropeles de la superproducción high tech al uso: la nave 7 que cobija al grupo de viajeros es atravesada por pasillos de mampostería, la decoración de los cuartos ostenta materiales como la fórmica y el sistema operativo ofrece a la vista una interfaz tan directa como rudimentaria. La relación de Denis con la ciencia ficción cinematográfica y los efectos especiales fue aclarada en una profunda entrevista con la revista especializada Cinema Scope: “Solaris es una gran película y un excelente ejemplo de ciencia ficción. ¡Y también una película muy cara! Tarkovsky siempre obtenía lo que quería. Yo trabajé con mucho menos, por lo que pensé en concentrarme más en los personajes que en pelear por los efectos especiales. Además, según recuerdo, Stalker, otra película de Tarkovsky, era una historia sobre un hombre y su hija, y él es el único que puede entrar en la Zona. ¿Y qué es la Zona? Un lugar en colores. Del blanco y negro a los colores. Y es el más hermoso efecto especial que haya visto en mi vida”.
Condenados al cosmos
High Life no es una película sobre la supervivencia en un medio hostil. Corrección: lo es de una manera extraña, elíptica. Los hombres y mujeres encerrados en la nuez espacial tampoco integran un contingente de cosmonautas típico. A poco de comenzado el extenso flashback central, la información comienza a llegar con cuentagotas, pero un dato esencial es revelado casi de inmediato: todo el grupo, incluida la doctora en medicina interpretada por Juliette Binoche –la persona que los cuida, consuela y controla– son expresidiarios condenados a muerte, a quienes se les dio la posibilidad de cambiar la condena por un viaje sin retorno a los confines de la galaxia. Pero el agujero negro al que deben acercarse y circundar no parece ser el único propósito del viaje y es allí donde los anhelos, pulsiones y emociones más viscerales, atávicas –gran motivo en una parte importante de la filmografía de la francesa– vuelven a tomar el control y a darle el tono a la narración. El deseo y el amor, también el odio y la necesidad de destrucción. Así como en Trouble Every Day (una de sus obras mayores y otra particularísima aproximación al cine de género, en aquel caso el terror) el sexo como posesión, el “te como todo”, se transformaba en práctica literal y adicción, en High Life los impulsos amatorios y los reproductivos se distancian y entrelazan constantemente, en una danza erótica y tanática con final anunciado en el prólogo. Monte y su compañero Tcherny (André Benjamin) son los encargados de abonar y proteger la huerta hidropónica que les brinda toda clase de vegetales, pero más allá de eso la división de roles a bordo de 7 no es del todo clara. Todos, sin embargo, están destinados a proveer la simiente o el útero de una posible descendencia. De manera limpia, ascética, clínica; para las actividades lúbricas alcanza y sobra la pequeña habitación cuadrada y pintada de negro a la que todos llaman “la caja para coger”. En el personaje de Dibs (Binoche), una mujer con un pasado terrible y un presente de deseos reprimidos a punto de estallar, en su relación con Monte y la de éste con Boyse (Mia Goth), Denis construye un triángulo vincular que comienza a quemarse desde sus entrañas, como si la combustibilidad preternatural fuera una condición innata. En términos metafóricos, algo de eso hay en la escena masturbatoria dentro de la caja: Binoche baila la más extraña de las danzas, proveyendo a Claire Denis de la piel, los músculos y la transpiración necesarias para construir una de las escenas más extrañas y perturbadoras (y eróticas) de la película.
“La doctora Dibs no encarna la clásica figura del científico loco”, argumentó Denis en la citada entrevista. “La locura descansa en la organización que los mandó allá arriba. Ella también es una víctima. Y una empleada. Ser un empleado cuando estás condenado a muerte no implica casi nada. Ella es como una kapo en un campo de concentración. De pronto, cree que es su deber crear una nueva vida, hacer un bebé”. La referencia al encierro, desde luego, no es casual, y High Life puede ser leída como una película de cárcel sin posibilidad alguna de escape, dadas las peculiares circunstancias. Un limbo flotante con acceso directo al paraíso, esa huerta cuyo suelo ofrece las embriagadoras texturas y olores de antaño, y al infierno más frío, el silencioso y eterno espacio que los rodea. Un arca sin Noé pero con un Adán y una Eva imposibilitados de continuar la especie, si es que deciden sostener el respeto a los tabúes. El encuentro casual con 9, otra caja voladora, ofrece el más desolador de los espectáculos, un reino animal transformado en laboratorio darwinista y caníbal. La aventura espacial de Denis no ofrece ninguna de las sensaciones y satisfacciones que suelen hallarse en otros relatos con el mismo punto de partida. En su lugar, vuelve a transformar los rasgos generales y detalles del relato en una experiencia que es, al mismo tiempo, etérea y física. Muy física. Algo similar declaró Pattinson el año pasado, en la conferencia de prensa ofrecida en el Festival de Toronto, cuando afirmó que había deseado colaborar con la directora francesa desde que vio su film White Material (2009) en la televisión, una noche de insomnio durante el rodaje de la última película de la saga Twilight. “Despertarse en el cuarto de hotel y ver esas imágenes en la pantalla fue como pasar de un estado de sueño a estar dentro de la película, como una extraña transición. Recuerdo la imagen de Isabelle Huppert sosteniéndose de la parte trasera de la camioneta como algo realmente sorprendente”. El actor británico comenzaba a transitar el camino que lo llevaría a ponerse a las órdenes de directores como David Cronenberg (Cosmopolis), James Gray (La ciudad perdida de Z), los hermanos Safdie (Good Time: viviendo al límite) y, más recientemente, Robert Eggers (The Lighthouse), experiencias actorales diversas pero unidas en todos los casos por sus cualidades atípicas y desafiantes, lejos de formatos actorales tranquilizadores o roles ideales para la faena “de taquito”. Denis, en tanto, declaró que el trabajo de Pattinson comenzó a interesarle luego de ver la película de Cronenberg y de revisar la saga Twilight, aunque confesó que durante la escritura del primer borrador del guion, hace más de una década, tuvo en mente la figura de Philip Seymour Hoffman.
Travesía con final incierto
Antes de que los títulos de cierre comiencen a ascender y a descender por la pantalla, antes de que los compases del tema compuesto por la banda Tindersticks, colaboradores habituales de Denis, comience a sonar en la banda sonora –esta vez acompañados por la voz del propio Pattinson–, el viaje de Monte y su hija Willow, ahora adolescente, está por llegar a su fin. O bien se asoma a las puertas de un nuevo comienzo. Pero Denis no es Kubrick. Tampoco Tarkovski. En esta travesía con final incierto la imagen que desafía la imaginación –basada en una obra pictórica del artista islandés Ólafur Eliasson– no implica un renacimiento simbólico sino la abstracción más universal, apenas una línea horizontal que puede contener todo el universo o ser una porción infinitesimal del cosmos, una singularidad gravitacional y humana. Denis investigó aspectos estrictamente científicos junto a los protagonistas en el Centro Europeo de Astronautas, en Colonia, Alemania, muy cerca del lugar de rodaje, aunque si hay algo que no parece haberle interesado a la cineasta es utilizar esa información como parte nuclear de la historia. Siguiendo fielmente los lineamientos que han hecho de sus películas hasta la fecha un compendio de humanidades amorosas y quebradas en partes iguales (los personajes en el cine de Denis son tan frágiles como portentosa su resistencia y capacidad de deseo), los protagonistas de High Life son los partenaires de una danza de vida y de muerte, de amor y odio, de atracción y de repulsión. En sus propias palabras, “Sé que mis películas pueden ser brutales y violentas pero, para mí, esta es una de las más reconfortantes. Es una película sobre la ternura en el espacio”.