Litros de tinta y kilos de papel, miles y miles de bits se consumen alrededor de la leyenda de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota; ni hablar de los intercambios poco amables de los últimos tiempos entre el Indio Solari y Skay Beilinson. Por eso uno agradece cuando el asunto vuelve a circunscribirse a lo más importante, eso que hizo desarrollar el amor por esos tipos y su creación. Cuando talla la música. Sucedió hace poco más de un año , cuando el Indio brilló con El Ruiseñor, el Amor y la Muerte. Sucede de nuevo ahora, que Skay acaba de lanzar En el corazón del laberinto. Al fin, se trata de olvidar el ruido y la hojarasca y abrir las orejas.
Eduardo Beilinson, no se va a descubrir la pólvora justo ahora, es uno de los grandes guitarristas que ha dado el rock argentino. Pero desde A través del mar de los sargazos, su debut de 2002, fue desarrollando otra personalidad, la faceta de solista obligado por las circunstancias –el fin de los Redondos, claro-, pero también por su propia necesidad de expresar otro universo. A la altura de su séptimo disco, Skay ya se mueve con naturalidad en esa dimensión. En ese laberinto, que no necesariamente significa desorientación.
Puede hablarse de un sonido-Skay, que ya no es solo el inconfundible retumbar de su Gibson SG y esos riffs como puñales que vuelan en la noche. Resulta lógico y -otra vez- natural que En el corazón del laberinto comience con la banda de sonido de un callejón prostibulario: “El sueño de la calle Nueva York” parece la puerta de entrada ideal para esta colección de diez canciones, una duración de vinilo que no impide abrir varias vertientes. La trompeta de Hugo Lobo pone el pincelazo ideal para ese ensayo tecnoso en el que se apoya la áspera voz de Beilinson que narra un paisaje ominoso.
¿Cómo se llega de ese inicio claustrofóbico al energético, contagioso rock de “En la cueva San Andrés”, o al delicado y luminoso balance de “Plumas de cóndor al viento”, uno de los grandes momentos del disco? He ahí el valor de los ejercicios en estudio de Skay, que en vivo sigue honrando la vieja y querida ceremonia de rockearla como si no hubiera un mañana, pero sigue lejos de conformarse solo con eso.
Entonces, las opciones para entrarle al nuevo disco son varias y diferenciadas. Está el conocido aire oriental para “Tam-Tam”, que hace honor a su nombre y golpea en el pecho con un instinto tribal, de esas cosas que no se explican. Está la hiperkinética invitación de “Late”, con esa guitarra poniendo los parlantes al rojo, o “Esdrújulas en órbita”, el inocente y lúdico rockito que cierra la serie. Están las magnéticas cuerdas de “El valor del encanto”, y “Las flores del tiempo”, que parece proponer un remanso acústico, pero termina derivando a otro viaje a la oscuridad, y entonces se disfruta el doble. O “El ojo testigo”, pura épica eléctrica que estimula las ganas de ver cómo crece con su performance en vivo, referencia directa al ojo-Rocambole que saluda desde la tapa.
Entonces toda palabra se borra, o al menos queda a un costado. Junto a sus socios-Fakires Javier Lecumberri en teclados, Claudio Quartero en bajo y Leandro Sánchez batería, Skay arriba a un nuevo disco haciendo que por un rato –por un buen rato- solo importe la música. Y que el laberinto no sea un lugar incómodo, sino un buen sitio para habitar. Sin que importen las salidas.