Desde el domingo 11 todo comenzó a suceder muy rápido. Primero se dejó correr el dólar como castigo, no sólo por improvisación. Fue cuando hasta el tránsfuga Miguel Ángel Pichetto reforzó los dichos presidenciales y afirmo que, con la devaluación, la sociedad estaba pagando los costos de su voto. Pero el desatino sistémico duró poco. El propio poder económico se asustó por las furias desatadas con más devaluación. A nadie le conviene que el macrismo “se vaya por la ventana”. Hubo un consenso de parar la pelota y la política acompañó. Sólo pasaron unos pocos días de shock hasta que comenzó a asumirse que la experiencia macrista tenía el boleto picado y que, con toda la suerte, apenas conservaría el poder en su plaza de origen, la Ciudad Autónoma del resto del país.
Para la siempre improbable figura del observador imparcial el espectáculo fue vertiginoso y, vale reconocer, no estuvo exento de indignidades. Sobresalieron los garrochazos de los periodistas ultraoficialistas para seguir siéndolo aun con cambio de gobierno. En menor medida y sin ir a los extremos, desde el periodismo de guerra a las tribunas de doctrina comenzaron a descubrir los defectos de Macri, que ya no es Mauricio. La estampida llegó también a los funcionarios, según informó el sitio “Mundo Empresarial” cinco mil CEOs que en 2015 apostaron a una nueva épica mudándose al sector público vuelven a engrosar la demanda de trabajo privado. Fueron los primeros en asumir, aun antes de las PASO, que el conchabo termina en diciembre. Los consultores especializados explican que no será fácil reubicarlos, pero que prevalecerá el ajuste por precio.
Al mismo tiempo, según cuentan los asesores económicos de Alberto Fernández, los grandes empresarios que hasta el 10 de agosto bregaban por la continuidad de Macri ahora hacen fila para entrevistarse con el seguro próximo presidente. Lo mismo sucede con los representantes de los inversores del exterior, desde bancos a fondos de inversión. El poder económico tiene ideología y mucha conciencia de clase, pero siempre fue esencialmente pragmático para adaptarse a los cambios de poder. Y aunque haya cambiado de discurso, hoy sabe lo mismo que sabían antes de las elecciones, que un gobierno de Alberto Fernández supondrá un cambio de enfoque en la política económica, pero ninguna ruptura con el denominado “orden establecido”, tanto por historia personal, como por voluntad.
Todas las entrevistas de la prensa hegemónica inquirieron hasta el cansancio al candidato del Frente de Todos sobre la posibilidad de estas rupturas. Quizá el cénit de la insistencia se haya alcanzado en la entrevista pública realizada el pasado jueves en tierras del grupo Clarín, donde con cierto patetismo se le volvió a preguntar a Fernández si caería en default, si intervendría en el Poder Judicial, si reinstauraría el Cepo, si amaba al régimen venezolano, si se pelearía con Estados Unidos, si intervendría el Indec. Sólo faltaba que le pregunten si volvería a “matar a Nisman”… No faltó. También hubo preguntas sobre el caso Nisman y hasta por la vuelta de 678. El candidato respondió una y mil veces no, que no habrá rupturas. Y hasta le tiró algunos centros a la ortodoxia económica, aunque situándose siempre en el lugar del pragmatismo.
Podrá gustar más o menos, pero Alberto Fernández expresa algo que no fue suficientemente destacado: la vuelta a la política como espacio para dirimir el conflicto social, lo que hoy quiere decir el fin de esa confrontación que se denominó “la grieta”. No se trata del fin de la verdadera grieta, que es la lucha de clases, sino de la grieta que constituyó primero el eje de la guerra mediática contra el kirchnerismo y luego, el eje del modo de ejercer el poder del macrismo. La experiencia cambiemita pasará a la historia por tres elementos principales, la mega deuda tomada en tiempo récord y su herencia de condicionalidades y miseria, la persecución política a la oposición, incluidas las prisiones arbitrarias y la destrucción de las empresas de los “enemigos”, y la profundización de la grieta hasta el punto extremo de asociar al adversario político con la delincuencia, lo que en la práctica significa la negación de la democracia. La síntesis provisoria es que no habrá rupturas porque no dan los tiempos históricos, es decir las relaciones de fuerza, pero sobre todo porque lo que la sociedad parece necesitar después del trauma macrista es, precisamente, la vuelta de la política. Las rupturas demandarán algo más de tiempo para la construcción de consensos.
Para terminar una pequeña digresión. Los días previos a las últimas primarias fueron testigo de un caso de manipulación de mercados que, mirando hacia el futuro, debería funcionar como ejemplo a combatir. Se trata del uso de encuestas falsas para manipular precios de acciones y bonos, una movida que se presume delictiva antes que inescrupulosa. Estas encuestas fueron lideradas por la consultora Elypsis y permitieron que unos pocos ganen millones a costa de quienes creyeron en la información basura. Los economistas de la firma trabajaron hasta el último minuto del viernes 9 en convencer a los inversores que “Juntos por el Cambio” se impondría en las primarias, lo que impulsó el precio de los papeles locales. En sus propios términos fue una jugada brillante, porque a priori se sabía que había muchos interesados en comprar la carne podrida, tanto desde el gobierno como desde los principales medios de comunicación, que el sábado 10 hicieron tapa con el boom del mercado. Fue un cóctel perfecto entre el interés económico de unos pocos y quienes estaban ansiosos por creer en sus deseos. Los resultados fueron dos. El primero fue permitirle a los inversores con buena información salir a mejor precio de papeles que se sabía se depreciarían. El segundo fue macroeconómico y mucho más gravoso en términos sociales, pues exacerbó el pánico de los mercados apenas conocido el resultado electoral, acelerando la caída del martes 13 y la devaluación y llevando el riesgo país a las nubes. Se trata de un accionar que, por el buen funcionamiento de los mercados, no debería quedar impune.