“Los músicos de rock van a ser los herederos de este canto ancestral y delirante”. La frase de Leda Valladares, visceral, al corazón, ubica en eje casi todo lo que es Joana Gieco. Y lo que, por extensión lógica, le pone un marco preciso a su primer disco: Vidala del monte. “Leda decía que la música despojada y desprolija del rock y la baguala tenían algo en común. De hecho, eso fue lo que ocurrió cuando se reunieron ella, mi viejo y (Gustavo) Santaolalla para hacer De Ushuaia a La Quiaca”, es lo primero que esboza la segunda hija de León. Lo segundo es que a ella le llegó lo hecho por tal tríada porque hablaban un mismo lenguaje. “Primero, porque lo viví de lleno con mi viejo, cuando me llevaron a ese viaje de 1982, en un moisés. Y, quiérase o no, la sangre habla, porque yo no busqué hacer esto. No lo busqué”, repite la Gieco chica, pianista, cantora y tecladista de absoluto perfil bajo, que acaba de publicar, sin demasiado aspaviento, eso que ella llama “esto”: su disco debut con la agrupación Chulpa, grabado en parte en el estudio Las Pirka, de La Quiaca, donde uno de los motores principales del trabajo –el guitarrista quiaqueño Gabo Alcoba– llegó a acustizar la sala con cartones que juntó en la calle. “La mamá le decía ‘te volviste loco’”, se ríe Joana, que está terminando la licenciatura de artes musicales en la Universidad Nacional de las Artes (UNA), además de haberse formado en piano con Marcela Fiorillo y Marcelo Katz, entre otros docentes.
Vidala del monte cuenta con dieciséis piezas y la producción del mismísimo León. También con más participaciones de gentes del norte, como la comparsa Los Duendes Alegres, la coplera Felisa Nieve y la base del grupo Cokena, de la que forman parte el mencionado Alcoba en guitarra, más Dante Tamba en batería y Horacio Cruz en bajo. “El disco surgió de un viaje que yo, de grande ya, decidí hacer a La Quiaca con Humberto Iraola, mi padrino quiaqueño. Lo que había pasado de mágico fue que yo daba clases en las Orquestas Infantiles y Juveniles de la villa 31 de Retiro, y Humberto llevaba a sus hijos ahí, y yo misma lo nombré mi padrino”, evoca Joana. “Cuando mi viejo fue por primera vez a La Quiaca lo conoció a Humberto, luego se hicieron muy amigos y yo le pedí que sea mi padrino cuando nos reencontramos en la orquesta. La relación empezó a ser más fuerte, e incluso fue él quien me dijo que fuera a La Quiaca a grabar”.
La invitación no fue por portación de apellido, lógico, sino porque Iraola vio que Joana enseñaba coplas a los chicos, casi como se enseñan en el norte. “Fue la forma en que logré que los chicos se soltaran artísticamente. Usé mucho el canto responsorial de Leda como método. Incluso, hay una parte en el video de De Ushuaia a La Quiaca que a mí siempre me puso la piel de gallina... Es la que están todos los chicos en un anfiteatro del medio del monte, cantando con Leda, porque la voz es el primer instrumento que uno tiene que aprender a cuidar. Quiero decir, si vos conocés primero tu propio cuerpo como instrumento, después es otra cosa: te soltás de otra manera y aprendés a registrar la afinación. Porque hay muchos músicos que tocan bárbaro un instrumento, pero no pueden afinar con la voz”, explica Joana, con cierto tono pedagógico.
–La voz como puente con los otros instrumentos, quiere decir.
–Y con el registro de la afinación, porque las cuerdas vocales no se cambian como una cuerda de violín. Si no te cuidás, arruinás lo natural que tenés. Esto es un aprendizaje para la lectura musical, porque ellos también leen. Es lo que aprendí y lo que, como educadora, percibo que al otro puede llegar a servirle.
–¿Cómo ubicaría al disco en este marco?
–Bueno, empecé a enseñar con caja este canto de baguala que aprendí de las recopilaciones de Leda. Esto fue lo que vio mi padrino para invitarme a La Quiaca, con el fin de que siguiera aprendiendo eso en carnaval, cuando salen las copleras. Fui dos años seguidos, me abrieron la rueda de carnaval, en la que se ponen a cantar y entran medio en trance. Me aceptaron como una más, por intermedio de mi padrino, y así conocí la comparsa La Unión Criolla, que es la más antigua; o a Los Duendes Alegres, que es un grupo de chicos que toca tarkas y anatas, instrumentos afinados por cuartas, con sonidos ancestrales que a mí me transportan. La cosa es que fui, me enamoré de la gente de allá, y me hicieron madrina de los más chicos, cuya comparsa se llama La Unión Criollita, que son los nietitos de La Unión Criolla. Esto fue hace unos siete años, y en esos dos viajes fui conociendo músicos: a Luis Valdivieso, que es el director de Los Duendes Alegres, a Gabo Alcoba, el violero... En fin, a muchos de los que terminaros participando en el disco.
–Gabo es híper rockero. Es el que le da el toque “rabioso” a Chulpa...
–Tal cual, sí. Me acuerdo que lo fui a ver tocar en un barcito y la segunda vez me invitaron a cantar en ese mismo bar. Eramos como cuatro personas (risas) y hacía un frío tremendo. Recuerdo que estaba tapada con una manta y me invitaron a tocar algo improvisado. Entonces ahí, como a mí me gusta mucho el rock pesado, dije “yo canto una copla, una vidala del monte, pero ustedes háganme una base bien pesada detrás, así unimos eso”. Tanto ellos como yo nos quedamos enganchados con esa versión y me dijeron si la quería grabar. Ahí fue que fui a La Pirka, el estudio de Gabo, y grabamos esa versión de “Vidala del monte”, que hizo nacer todo el disco. Porque me traje esa versión a Buenos Aires, la guardé un tiempo, la retomé y ¿con quién la compartí? Con el papa (risas).
–El papa o el rey, también.
–(Más risas) Le llevé el CD y le dije “Pa, escuchá esto que grabé una vez en La Quiaca”. Lo escuchó y medio que los ojos se le pusieron llorosos. Me miró y me dijo: “Tenés que hacer algo con esto, porque sino lo hacés vos, lo hago yo”.
–¿Era la época en la que él andaba con D-Mente?
–No sé, no lo recuerdo bien. Lo que sí sé es que lo acústico y lo rockero de mi viejo está todo tan relacionado que no lo puedo diferenciar. También me pasa eso con la música clásica: escucho una sinfonía de Beethoven o un preludio y fuga de Bach, y me pasa lo mismo que si escucho un tema de Almafuerte.
De hecho, Joana está tocando teclado en la banda solista de Ricardo Iorio. “Estamos haciendo temas de V8, Hermética y Almafuerte”, informa ella. “El había grabado el disco Atesorando en los cielos con Karina Alfie, una guitarrista muy amiga mía, con la que teníamos una banda de chicas que se llamaba Anya, y fue mi primera experiencia como tecladista. Trabamos relación por ese lado, y lo que estoy haciendo con Ricardo ahora es meter teclado tranqui, de a poco, apoyando los riffs de guitarra. Me fijo mucho en Black Sabbath, en el Dio solista, en Deep Purple, en bandas así. Incluso, hay discos de Sabbath que tienen teclados, pero están muy detrás”, cuenta ella, acerca de los modelos que tiene en cuenta para su nuevo desafío. “Por supuesto que cuando me lo propuso le dije ‘Claro que voy a estar, Ricardo, pero la verdad es que me cuesta imaginar tus temas con teclados’. Y él me respondió: ‘Vos tocá’. A mí se me armó un lío en la cabeza porque, siendo fanática de Almafuerte, tenía que tocar en su banda solista. Cuando me lo ofreció, acepté, pero le dije que no sabía si estaba a la altura de tocar con él, y me dijo ‘Pero dejate de joder, si yo soy un ignorante’”, se ríe Joana, imitando la voz grave del creador del tridente metalero argentino. “No sé, que me haya llamado él para tocar es impresionante... ¡Es un grande del metal argentino! Hasta mi viejo mismo lo admira como músico y como persona, más allá de las ideologías”.
–Retomando el disco, su padre le dijo `vos tenés que hacer algo con esto, porque sino lo hago yo`. Bueno, si bien no lo hizo él, casi lo hicieron juntos. No solo lo produce, sino que también participa en varios temas. En “Las hojas tienen mudanza”, “Llorando estoy”, “Tan alta que está la Luna”...
–Le pedí que me guiara, sí, que me ayudara, porque yo no tenía idea de cómo hacerlo. Y así fue. El participa desde todos lados, porque es mi guía musical. Además, lo tomé como algo de unión de trabajo con él, porque yo, hasta ahora, siempre me mantuve bastante al margen de sus cosas, más allá de haber hecho algunos coros, o hacerle comentarios sobre sus discos, con mamá, y mi hermana Liza. Siempre respeté su espacio y él el mío. Además, nunca utilicé el apellido para nada, e incluso medio que soy bastante parca en ese aspecto. No me gusta que se mezclen las cosas. Si bien llevo mi apellido con orgullo, nunca lo utilicé, pero a la vez estoy orgullosa de quién es mi papá; entonces, ¿por qué no hacer algo juntos? Una vez me dijo algo que jamás voy a olvidar: ‘si hay algo de lo que yo me arrepiento, es de no haber grabado con mi papá’. Porque mi abuelo era cantor de tangos. Eso me quedó grabado y dije ‘algo tengo que hacer con él’. Y ésta fue la oportunidad.
–Más relacionada con una cuestión espiritual que con una “carrera discográfica”, si se quiere.
–Es más, al no tener el objetivo de ser conocida, me cuesta encarar este tipo de notas periodísticas. Pero sí aprendí que hay que dar un producto artístico que tiene que servir para alguien, porque mi forma de mostrar o de dar arte siempre había sido a través de los chicos en la escuela, o de alguna composición instrumental en piano.
–¿Cómo fue, puntualmente, la experiencia de grabar con su padre un tema como “Las hojas tienen mudanza”, que él ya había grabado con Leda en De Ushuaia a La Quiaca?
–No sé, es algo que en algún momento tenía que pasar. Nos resultó tan natural que ni siquiera sentí que había que ensayarlo. Tengo tan registrado ese tema, las voces de mi viejo y de Leda, que no me resultó un esfuerzo.
–También grabó “El cardón”, de Santaolalla. ¿Lo escuchó él?
–Sí, el disco le llegó, pero no quiero molestar. No quiero preguntar qué le pareció ni nada de eso.
El disco planta bandera desde el vamos con una portentosa versión de una anateada popular carnavalera llamada “Por fin llegaste carnaval”, que integra casi todas las aristas instrumentales del resto: la comparsa Los Duendes Negros, las anatas de Luis Valdiviezo y el mencionado trío rockero de La Quiaca. Luego deviene una versión “metalera” de la recopilación del salteño Tomás Vázquez que da nombre al disco (“Vidala del monte”) y, tras ella, se suceden una versión casi punk de “Yo canto a la diferencia”, de Violeta Parra; una copla popular de Nazareno, Salta, llamada “Cuando me ponga a cantar”, en la que se siente el ladrido de Arenita (perrita de Joana); u otra, pesada también, de la vidala chayera recopilada por Leda “Llorando estoy”. Desde un costado más acústico, telúrico, emergen una bellísima versión del carnavalito jujeño también recopilado por Valladares (“Las hojas tienen mudanza”), que canta a dúo con León; ese hermoso yaraví (recopilado Silvia Einsestein y también registrado en De Ushuaia a La Quiaca), llamado “Canto en la rama” o una versión de “Tonada para remedios”, cuyo canto comparte con Fermín González. “Para mí tiene tanta fuerza una cosa como la otra”, explica, sobre la parte acústica y la parte eléctrica, que ella ve como un todo. “La verdad es que no me interesa definir la música por géneros, por eso hago esto. Igualmente, todo el mundo me dice que soy metalera porque me visto de negro, y de hecho lo soy, pero también estudio piano clásico cinco horas por día. No me interesa que me definan. Sí, llevo banderas, y me identifico con el rock, pero no me cierro a una sola cosa”, se planta
–¿Por qué le puso “Chulpa” al grupo, al cabo?
–Porque es un nombre muy profundo, muy espiritual para mí. Es un monumento de piedra donde enterraban a la gente de la cultura andina. Ellos decían que la chulpa era un momento en que los muertos trascendían, como una especie de paso a la eternidad. Y yo precisamente creo que la música, los estilos y las culturas son algo trascendente.