Lo conocí en Adriano Coiffeur, era el mejor y todas preferíamos esperar para que nos atendiera él. Cuando decidió abrir su propia peluquería, justo a la vuelta, deslizó la tarjeta de su mano a la mía como una cita secreta mientras me hablaba de cualquier otra cosa. Para reafirmar su emancipación y el futuro de una marca, le había puesto su nombre: Walter Navarro Estilista. La vidriera, el delantal para protegerse de los amoníacos, el bordado de las toallas, todo llevaba su nombre. Lo felicité por la apuesta, le regalé un palo de agua de tronquito enano y deseé que le fuera bien, aunque era un hecho que tenía a la clientela de su lado. La peluquería que lo empleaba terminó cerrando y la suya, mudándose a un local más grande.
Walter fue mi peluquero casi quince años, el mismo tiempo que llevo viviendo en esta calle de Almagro. Nos veíamos una vez por mes, pero el tiempo hizo algo sólido entre nosotros. Él vivía con su familia en Flores, se había casado joven y era padre de tres varones. Hablaba de ellos, pero fotos no quería poner porque decía que se los iban a ojear. Alguna vez hizo la excepción y me mostró una de sus hijos mayores: dos rubiecitos muy parecidos entre sí posando en la playa con ese gesto cansado de los chicos cuando los obligan a suspender sus juegos y peleas, abrazarse y sonreír.
La empresa y el palo de agua crecían a la par. Mi mamá y mi hermana también empezaron a atenderse con él. Lo que era de una, era de las tres. Y en esa intimidad con ellas y conmigo Walter fue ganándose un lugar. A veces, confidente. A veces, anfitrión. A veces, testigo de las canas que aparecían de un día para el otro y que él cubría, sin preguntar, de rubio ceniza y de caoba. Creo que enseguida se dio cuenta que éramos una familia en picada, que habíamos tenido un pasado de abundancia, un pasado que callábamos, y que ahora no nos quedaba otra que mezclarnos con las vecinas coleccionistas de tickets de descuento.
Cuando terminaba de atendernos, en voz baja para que no oyeran las otras clientas, Walter nos decía un precio distinto, lo decía haciéndose el distraído como si fuera un pensamiento en voz alta que no tenía que ver con nosotras.
En su salón siempre sonaba una FM de clásicos de los 80. Él y yo conocíamos esas canciones, baterías épicas, baladas empalagosas, las habíamos pasado de la radio al caset virgen, las habíamos combinado con jeans nevados y camisas satinadas que brillaban en la oscuridad. Hablábamos de lugares como si los dos hubiésemos estado ahí en el mismo momento: el bar de Boyacá cerca de la vía, el continuado del cine Monumental, los bosques de Ezeiza. Walter sabía manipular mi pelo y mis recuerdos. Si estábamos solos, cerca de la hora de cierre, cuando el único cliente que podía caer era el oficinista que pedía maquinita en la barba y la cabeza, prendíamos un Marlboro cada uno y tomábamos café en pocillos blancos. El locutor, que separaba las sílabas como una maestra de niños sordos, ya estaba anunciando el primer puesto de los 40 principales. No sabíamos inglés, pero había estribillos que no tenían nada que ver con las palabras, eran sonidos que no se olvidan
Forever young, I want to be forever young.
Do you really want to live forever?
Forever, or never…
Cantábamos mirándonos en el espejo, después seguíamos como si nada. Walter guardaba los cepillos y yo hojeaba las revistas de cortes y peinados, elegía un modelo que significara algún riesgo, verme más ambigua o más segura de mí misma, y le decía un día tenemos que probar éste. Walter se entusiasmaba porque ese corto-corto iba con mi cuello de cisne o, todo lo contrario, defendía mi melena crecida como si fuera un bien ganancial.
Para un casamiento me hizo un rodete japonés sostenido por docenas de invisibles y coronado por dos palillos largos color marfil. Como un maestro de ikebana estuvo hilando mechones y rociando fijador con sus manos chicas y velludas mientras las otras mujeres lo miraban en silencio, sin distraerlo. Cuando terminó su obra me pidió que no me moviera, vino con su cámara y me sacó una foto de espaldas. Al mes siguiente me vi enmarcada y colgada entre la novia con tocado de flores naturales y la nena con moño blanco de primera comunión. Para esa época, el palo de agua me llegaba a la cintura. El tallo flaco cargado de hojas verdes y relucientes transmitía una humedad limpia y tropical.
A lo largo de los años pasaron varias ayudantes, chicas con sonrisas esculpidas que hacían manos en el salón y pies en el gabinete del fondo. Algunas tenían algo más para ofrecer, un saber exótico que servía para impresionar a la clientela: compresas de hiedra y salvia para la celulitis, masajes con piedras calientes, tratamientos con miel de abeja. Casi todas estaban empezando, ganaban un sueldo mínimo y lo abultaban con las propinas. En sus ratos libres, pocos pero largos, se dedicaban a cebar mate, barrer el piso y contar chismes.
Con Miriam fue diferente. A ella la conocíamos de cuando trabajaba en Adriano Coiffeur, cada tanto venía a visitar a su ex compañero y ya que estaba, le pedía que le rebajara el flequillo o le hiciera los claritos. A mí me sonaba a un instinto territorial, recuperar un lugar que había sido suyo. Miriam tenía dos chicos, los criaba sola, como podía, pero mejor que con un marido alcohólico que según ella tardó años en sacarse de encima. Vivía de prestado en Haedo y atendía en un salón de por allá. Walter la escuchaba, todas la escuchábamos, como si fuera una de esas mujeres sufridas que se ven de madrugada en los programas evangelistas.
Tardé en reconocerla cuando la vi con la chaqueta blanca como las que usan las farmacéuticas, el pelo tirante hacia la nuca, cargada con una pila de toallas limpias. Te presento a mi nueva socia, dijo Walter tendiendo una mano teatral hacia Miriam para invitarla al centro de la escena. En ese momento pensé todas las cosas que no iban a funcionar: el viaje interminable en el tren del oeste, la niñera para los hijos, los celos del ex marido, más problemas que ganancias. Se ve que Walter también lo había pensado y a través de un cliente le consiguió un departamento a dos cuadras de la peluquería.
Para mamá no significaba que hubiera algo entre ellos: hay hombres buenos que hacen cosas buenas por las mujeres. Que nosotras no hayamos tenido suerte no significa que no existan. Eso fue lo que me dijo cuando hablamos de Miriam.
En cuanto empezaron a trabajar juntos de nuevo se volvieron posesivos. A Miriam le gustaba darse importancia y retrucarle a Walter un ya me imaginé, yo sabía, te conozco. Amigos, socios, jefes de sí mismos. Dos por tres se escapaban a la cocina, un cuartito al lado del baño, a terminar la conversación que la llegada de alguna clienta había interrumpido.
Ese verano Raquel Duggan todavía vivía. Flaca, de pelo gris, bastante alta para sus casi ochenta años, tenía cara de gavilán y hablaba con un taladrante tono chillón, como si el mundo entero fuera una oficina de reclamos. Raquel era mi vecina del 9º D, firme presidenta del consejo de administración. En la asamblea anual no perdía tiempo haciéndose la democrática, ella misma renovaba su mandato porque decía que a nadie le interesaba ocuparse de las partes comunes y que si no fuera por ella viviríamos en Kosovo. Salía poco, su reinado terminaba en el palier. Se me ocurre que debía tener quien le hiciera los mandados mientras dedicaba su vida a los asuntos del edificio. Cada vez que nos cruzábamos me saludaba con un rezongo, como si tuviese una queja en la punta de la lengua.
Raquel tenía un hijo que vivía algunas temporadas con ella, un tipo grandote que debía rondar los cincuenta aunque no los parecía, cabellera hasta los hombros, bigote rojizo con forma de herradura y un triángulo de la camisa siempre afuera del pantalón. Le decían el Inglés. No sé a qué se dedicaba pero en distintas horas del día se lo podía ver merodeando el barrio con una bolsita blanca en la mano, dándole charla a los encargados de los edificios y a los comerciantes.
No molestaba a nadie, salvo a Raquel. Ella salía a buscarlo y cuando lo encontraba se quedaba a unos metros de dónde estaba él, con los brazos rectos contra el cuerpo y la mirada dura. Al Inglés no parecía asustarlo demasiado, ante su aparición hacía la venia:
–¡Sargento Duggan!
O se doblaba en una carcajada como si su madre fuera una nena haciendo monerías. Enseguida retomaba la charla que había dejado en suspenso, hamacando en la mano esa bolsa blanca donde sonaban llaves, monedas o semillas.
Raquel no se rendía, juntaba aire y pronunciaba el nombre de su hijo como un latigazo en el piso.
–¡Morgan!
Resignado, el Inglés se despedía con un marcho preso y salía caminando detrás de la madre, con las muñecas juntas en la espalda, la frente alta, disfrutando de las miradas y las risas contenidas.
Dicen que le estuvo rondando a Miriam, o eso creyó el que fue con el cuento, quizás simplemente pasaba a charlar como hacía en todos los negocios. Raquel salió a poner orden, no iba a dejar que esa mosquita muerta se aproveche de su hijo. La peluquería rebalsaba de gente pero a ella no le importó, con su voz aguda pidió explicaciones y repartió advertencias. Habló con la negación de una madre, exagerando las debilidades del hijo y enumerando las malas influencias que lo rodeaban. No sé por qué Walter dijo lo que dijo, la podría haber ignorado como hacía el Inglés. Mi mamá, que siempre tiene una opinión para lo que hace la gente, dijo que los hombres buenos también tienen sus días malos, una cosa no quita la otra.
Sin dejar de apuntar el calor a la cabeza que estaba secando, Walter miró a la anciana parada en medio del salón.
–No se preocupe, doña, que unos mates no embarazan a nadie. Además Miriam tiene otros gustos. ¿Y qué me dice de los travestis con los que anda su hijo? No serán la mejor influencia pero ellos tampoco se van a embarazar –dijo, y siguió con lo suyo.
En algunas versiones lagrimeaba; en otras, escupía el piso del salón. En todas, Raquel Duggan se iba tambaleando con sus ojos amarillos y su pico curvo de gavilán. Al Inglés no lo volvimos a ver hasta que ella murió.
Fue el mismo verano que bajó de Brasil la corriente del Niño y trajo unas tormentas terribles. En las ochavas el agua tapaba los cordones y hacía olas con cada vehículo que pasaba, la granizada agujereó persianas y abolló el techo de los autos, la fuerza del viento taló varios plátanos de Lavalle. Después salió el sol y volvió el calor, la baja tensión, el agua estancada en las baldosas rotas. El tilo de la puerta de la peluquería, el único de la cuadra, despedía ese vaho dulzón y provinciano que hace desear una siesta fresca al lado del río. Adentro, como si se hubiesen ahogado con el temporal, los helechos y el palo de agua se habían llenado de hojas marrones.
Miriam estaba sentada en el apoyabrazos del sillón de dos cuerpos mirando el ir y venir de la calle. La radio tenía el volumen alto pero igual escuché el murmullo de Walter en el fondo. Hablaba sin pausas. Hablaba, hablaba, hablaba, con tono monótono, como una canilla con el cuerito roto. Le dije a Miriam que tenía turno para las cinco, ella se fijó en su reloj pulsera y revoleó los ojos. Cansada de repetir un movimiento conocido, dejó el apoyabrazos, fue hasta el gabinete y dio varios golpes con los nudillos.
–Gente –dijo, separando las sílabas y subiendo la voz.
Walter apareció con una sombra en la cara como si el sol estuviera cayendo en la vereda de enfrente y él quisiera taparlo levantando una mano justo a la altura de los ojos. De lejos se sentía el olor picante de la nicotina impregnado en su ropa (se habrá dejado los pulmones en esa conversación). No dijo nada, no preguntó nada, solo corrió el sillón hacia atrás para que yo hiciera lo que sabía hacer. Intenté un chiste pero pasó de largo.
–¿Lo de siempre?
–Sí, lo de siempre.
Un rato después quiso saber si seguía con el divorciado ese que me arrastraba el ala, nos había visto desayunando en el bar de Pascual, se notaba, dijo, que lo tenía flechado. Yo sonreí.
–Puede ser.
–Lo volvés loco.
–Bueno, sí, no sé. Estamos bien.
–¿Tiene hijos?
–Una nena.
–Eso también se nota.
La forma que acomodaba mi taza, el detalle de separarme los sobrecitos de azúcar, esa mirada entrenada en detectar cualquier incomodidad.
–Lo peor es la culpa.
–Bueno, con el tiempo se va superando.
–Los chicos en otra casa, la ex mujer y sus demandas, la nueva y sus demandas. Por eso digo que no vale la pena.
Con la tintura hecha una costra dura y fría me mandó al sillón de lavar. Se puso detrás de la bacha, seguía hablando pero yo no lo veía, a esa altura tampoco lo escuchaba, el chorro del duchador me quemó, después me heló, quise protestar pero él entendió cualquier cosa.
–Hay tres clases de hombres –dijo, formando una nube de espuma sobre mi cabeza–. Los tibios, los calientes y los quemados.
Y se puso a enumerar las diferencias imaginables, masajeando, enjuagando y volviendo a enjabonar, mientras el frío del aire acondicionado me subía por las piernas y me hacía apretar los muslos.
Entre los socios las cosas también estaban cambiando. Ya no se escapaban a la cocina ni hacían planes para la nueva decoración del local. Walter se la pasaba pegado al teléfono o reclinado sobre alguna cabeza mientras Miriam, con menos manos y pies que atender, se sentaba a mirar la calle desde el apoyabrazos.
Llegué detrás de la chica alta, trigueña, de nariz afilada, con un ojo que miraba hacia fuera y parecía salirse de su cara. Se había separado de su novio y quería verse diferente. Sin él, soy otra, dijo melancólica. Walter aplastó su pelo con agua y agarró las tijeras de filo largo. Cortó en todas direcciones. Yo estaba sentada a la derecha de la chica y su ojo desviado me miraba implorante mientras el izquierdo seguía la transformación en el espejo.
–No tanto, por favor.
–Pero vos dijiste que querías ser otra, ¿o no?
–Otra, sí. Pero esto…
–El corte después se acomoda.
La chica no volvió a quejarse, aguantó hasta el final, pagó lo que le dijeron y se fue. Cuando salió la vi acariciarse la nuca buscando algo que ya no estaba, la vi limpiarse los ojos, ahora enmarcados por un peinado que iba a esconder hasta que creciera. Me levanté de golpe, dije que se me hacía tarde, que volvía otro día. Esa fue mi última vez.
Durante meses hice rodeos para evitarlos, aunque cada tanto, desde la esquina de Rocamora, podía ver a Miriam limpiando la vidriera con las letras descascaradas: Walter Navarro Estilista.
Ayer pasé tranquila, esperaba verlo cerrado. El local estaba en penumbra, esa media luz desgraciada de cuando se rompe un tubo fluorescente. Parecía desierto. Como aquél día que Walter puso llave, subió a su auto y llegando a su casa se dio cuenta que no había bajado la persiana. Hubiese sido un alivio, pero ahí estaba, solo, sentado en el mismo sillón negro donde me hacía sentar con la toalla en la cabeza y la bata cubriéndome hasta las rodillas. Llevaba una camisa de jean abierta en el pecho, pantalones de jean, el secador de pelo colgando de una mano y el cigarrillo en la otra. Pensé que así se debe ver el hombre que acaba de dispararle a otro. Fumaba con las piernas abiertas y la espalda echada en el respaldo, de cara al espejo. Fumaba y miraba el humo.