Se dice habitualmente que Macri incumplió todas las promesas electorales formuladas en 2015. Es cierto, con alguna salvedad. Primero hay que decir que en la casi totalidad de los casos, esas promesas no constituían el programa real de gobierno de la segunda Alianza; eran simples y llanas mentiras. Hubo, en cambio, una promesa que era el gran programa macrista: el final de la grieta. La grieta fue una fórmula construida por los grandes medios de comunicación para aludir a un cierto estado de cosas caracterizado por una tensión social persistente, una división binaria de la sociedad que atravesaba todos los ámbitos sociales y separaba familias, grupos de amigos y otras formas de convivencia. Claro que la palabra grieta no era una denominación casual ni neutral. En el interior de esa fórmula había y hay una implícita atribución de responsabilidades en el surgimiento de esa realidad. ¿Cuándo y por qué surgió la grieta? Fue a principios de 2008 y tuvo en el conflicto entre el gobierno y las patronales del campo su expresión central. Es decir, la grieta habría empezado con el gobierno de Cristina Kirchner. Y se habría profundizado cuando en las emisoras de radio y televisión públicas aparecieron y se desarrollaron voces y programas destinados a “atacar” a los críticos de ese gobierno, particularmente a los periodistas. El sistemático ataque mediático al gobierno de entonces y particularmente de su presidenta no forma parte del diagnóstico.
La grieta así interpretada se convirtió en un arma de combate político de aquellos tiempos y todavía también de estos. Existe, claro, otra interpretación de los hechos. La que alude a la reaparición de un viejo antagonismo de la historia argentina, cuya formulación podría plantearse en términos de cuáles deben ser los límites del poder de las clases privilegiadas, cómo es y cómo debe ser la relación entre el poder del capital y las autoridades políticas resueltas por la voluntad soberana del pueblo. Si se mira con atención, se verá que es una querella que hoy recorre el mundo, como lo ilustra sistemáticamente el papa Francisco en cada una de sus intervenciones. Ese conflicto recorre la historia argentina y está en la base de la larga saga de golpes de estado, gobiernos ilegales, persecuciones y violencia que la atraviesa. Ese fue el conflicto que se jugó en la época de Yrigoyen, en la década infame, en el surgimiento del peronismo y su derrocamiento violento, más cerca de nosotros, en el golpe de 1976 con su saga de crímenes y despojos, y en los años de democracia electoral. En la década del 90 pareció que el empate se había roto catastróficamente: el “mercado” gobernaba a voluntad y el gobierno de turno tenía como única función preservar ese dominio, con el respaldo electoral del pueblo. La catástrofe de la convertibilidad sería el fin de esa etapa.
Volvamos atrás. Macri prometió cerrar la grieta. Esa promesa le valió el triunfo electoral ante una sociedad fatigada del conflicto. Y el modo de cerrar la grieta era la eliminación de uno de los dos contendientes, la conversión de Cristina y sus seguidores en una secta radicalizada, divorciada del pueblo y carente de potencia política; eventualmente perseguida y encarcelada, lo que efectivamente ocurrió y ocurre. Al servicio del cumplimiento de esa promesa se puso la propaganda mediática –ahora prácticamente liberada de toda contestación influyente-, el sector adicto de la corporación judicial, los servicios de inteligencia, las fuerzas represivas. Y el resultado es el que se conoce: fue Cristina Kirchner la que enunció ante todo el país la fórmula presidencial en la que ella tendría un rol secundario. Es decir, la fórmula de Macri (del poder del capital representado por sus propios miembros) para terminar con la grieta fracasó de modo rotundo.
Ahora hemos llegado a una situación muy curiosa. Macri necesita del candidato del Frente de Todos para dotar a su gobierno del mínimo de oxígeno necesario para terminar en pie hasta el fin del mandato. En otras palabras, necesitan la ayuda del perverso peronismo que no deja terminar en paz a ningún mandatario que no provenga de sus filas. El problema es que el proveedor de ese oxígeno es también el adversario electoral del presidente. Lo necesita pero también necesita provocarlo y deslegitimarlo para tener alguna chance en la elección de octubre. Solamente podría intentar remontar la paliza del 11 de agosto si lograra recrear el miedo al triunfo del populismo y a la perspectiva de convertirnos en “Venezuela”
A la luz de este recorrido, sería bueno revisar la fórmula para cerrar la grieta. No se puede hacer suprimiendo la lucha por el poder y la existencia de proyectos de país diferentes que entran en conflicto. Eso se intentó muchas veces, la última de ellas fue la sangrienta dictadura surgida en 1976 a impulso del poder económico concentrado que en esa época usaba el nombre de Asamblea permanente de entidades gremiales empresarias (APEGE). Macri lo intentó durante un período en el que la conciencia antidictatorial siguió siendo suficiente para frenar sus ínfulas autoritarias, aunque no evitó un enorme deterioro del estado de derecho. Cerrar la grieta no es suprimir el conflicto sino reconocerlo, organizarlo, encauzarlo pacíficamente. Asegurando la plenitud de la libertad política y al mismo tiempo enderezando la cancha, habilitando voces diferentes, compensando las enormes y crecientes asimetrías de poder. Por ejemplo, una contribución a cerrar la grieta sería cerrar el chorro de ganancias inauditas de los oligopolios energéticos obtenidas con las privaciones que sufren millones de familias y con el cierre masivo de empresas causado por el demencial aumento de las tarifas de luz y de gas entre otras.
La regla primera para ir cerrando la grieta sería la del reconocimiento colectivo del poder de tomar decisiones por parte del nuevo gobierno, siempre sobre la base de la ley y la Constitución. Y la segunda podría ser la de asegurar la libertad de opinión, no solamente para los oligopolios mediáticos, sino para toda la sociedad, a través del impulso de la diversidad y la pluralidad, asentadas en recursos materiales que la hagan efectiva. Enfrentar la grieta significa asumir nuestras diferencias políticas, reconocernos mutuamente legitimidad y acostumbrarnos a resolver nuestros conflictos sobre la base esencial de la democracia: el respeto por la voluntad popular.