La destrucción económica de un país y la desigualdad social (el hambre de nuestros hermanos) duelen. Incluso, posiblemente, sean los ámbitos que anticipan todo el resto de dolor comunitario, que lastiman en forma inmediata y que generan en el tejido social, en cada uno de nosotros, una comprensible ansiedad, una conmovedora impaciencia por volver a ver un futuro en el cual estemos todos.
En este ámbito la tarea es francamente ingrata. Hemos sido, lamentablemente, testigos de que es posible ser veloz en la destrucción económica. Alcanza con algunas medidas de macroeconomía acordes con intereses divagantes (vagando fuera de nuestras fronteras) y una pétrea insensibilidad en sus ejecutores.
En cambio, la construcción de cierta solidez económica requiere mucho esfuerzo y tiempo y, en ese proceso cualquier plan tiene que convivir con la emergencia, con el hambre del día, con la tragedia cotidiana que no puede esperar la única respuesta posible: hay un derecho humanitario fundamental a que esa respuesta llegue de modo inmediato.
Sin embargo, para colmo de males, en los últimos años hemos convivido con otra tragedia: la destrucción del Estado de Derecho. Aquí el dolor llega un poco mas tarde, pero se siente; es verificable una gradual y angustiante desaparición de las reglas de convivencia, del oxígeno necesario para expresar nuestras personalidades en libertad, del sentir que el Estado está de nuestro lado. Cuando el Estado de Derecho se encuentra tan dañado no nos vemos a nosotros mismos como verdaderamente dueños legítimos de nuestros derechos fundamentales, sino que tenemos la sensación de que se trata de concesiones temporales que pueden desaparecer en segundos, en cualquier esquina.
Esta destrucción de nuestras reglas básicas de convivencia se manifestó como nunca antes en los últimos años en la utilización del sistema de justicia penal para el exterminio político de un sector ideológico en nuestro país, con el acompañamiento temeroso de jueces y fiscales presionados, o la co-conducción del desastre con jueces y fiscales que representaron intereses ajenos a los de nuestro país, o con el silencio oportunista de algunos funcionarios que creen que las omisiones no son cuestionables, se ha desarrollado un plan que ha consistido en avasallar cuanta garantía constitucional se oponga al mezquino interés del gobierno. Bajo el título política y éticamente correcto de hacer justicia en materia de corrupción de funcionarios públicos, hemos asistido a prisiones injustificadas jurídicamente y decididas políticamente, a la violación del derecho de defenderse, a la clonación hasta el infinito de procesos judiciales por el mismo hecho, a una actuación de la UIF y de la Oficina Anticorrupción descaradamente poco objetivas, al apriete escandaloso a supuestos testigos/imputados “arrepentidos” que se los asusta para luego sentarlos a negociar, a la generación de prueba vinculada a actividades de inteligencia estatal o paraestatal ilícitas que luego son “blanqueadas” por la actuación inmoral de algunos periodistas, a la expulsión de jueces poco amigables, al nombramiento indebido de “jueces amigables”, a la actuación muy preocupante de defensores oficiales que nada dicen ante tremendas irregularidades procesales, etc, etc.
Es tarea ineludible (entre otras) del próximo gobierno encarar esta reconstrucción del Estado de Derecho. Los objetivos son claros: asegurar para siempre la designación de jueces y fiscales que hagan honor a su rol constitucional, lograr una reglamentación acorde con el sistema interamericano de protección de los derechos humanos de la garantía de la libertad durante el proceso, garantizar que las decisiones judiciales estén basadas en la correcta interpretación de la ley y de los hechos probados en cada causa, consolidar una justicia penal regida por la máxima de igualdad ante la ley, responsabilizar, con vigencia práctica del vocablo, a los funcionarios públicos que realicen denuncias falsas, reconstruir la ética periodística en particular en lo que concierne al periodismo judicial, sancionar fuertemente cualquier acción estatal de estigmatización de personas detenidas, repensar el sistema penitenciario y el rol de la pena de prisión, exigir y diseñar un modelo de capacitación de jueces en ejercicio, reformular el modelo de organización judicial, realizar y potenciar investigaciones empíricas sobre las estructuras usuales en la práctica de argumentación y justificación de las decisiones judiciales y evaluarlas en base a los estándares internacionales y de las Naciones Unidas, establecer un modelo, apoyado culturalmente, de fuerte sanción a las acciones que mediante expresiones críticas de representantes de otros poderes pretendan influenciar a los jueces y crear, entre otras cosas, un sistema de asignación de causas que controle el manipuleo judicial de conexidades, acumulaciones, desmembramientos, y otros atajos destinados a lesionar la idea de juez natural e instalar el tristemente célebre “forum shopping”.
La tarea es tremendamente difícil, larga, antipática, poco electoralista y no demagógica, pero de su éxito o fracaso depende nuestro futuro como país, nuestro presente como comunidad y la vigencia de una ética social que nos enorgullezca y no que junto con el hambre de nuestros hermanos nos llene de vergüenza.
* Rusconi es Doctor en Derecho (UBA), profesor titular de Derecho Penal y Procesal Penal (UBA).