Desde Río de Janeiro
Ayer se cumplieron 40 años de la Ley de Amnistía en Brasil. Promulgada el martes 28 de agosto de 1979 luego de intensas negociaciones entre la sociedad civil, políticos y los militares, fue una amnistía injusta, pero la única posible cuando apenas empezaba el derretimiento de una dictadura perversa.
¿Por qué injusta? Por asegurar la impunidad para los agentes del Estado – tanto militares como civiles – que practicaron crímenes que, acorde a la jurisprudencia surgida en los tribunales de Nühremberg que juzgaron las barbaridades nazistas, serían imprescriptibles: torturas, secuestros, violaciones, asesinatos, desapariciones.
Firmada por el último dictador del régimen que duró de 1964 a 1985, un general llamado João Batista Figueiredo que amaba más a los caballos que a las personas (seguro se sentía mejor identificado con las cabalgaduras), permitió el regreso a Brasil de miles de exiliados y libertó a varios centenares de presos políticos. Gracias a la amnistía volvieron a la escena importantes dirigentes, como Leonel Brizola, Miguel Arraes, Luis Carlos Prestes y Darcy Ribeiro, que hacen más falta que nunca.
Pasados cuarenta años Brasil vive una experiencia perversa.
Por la omisión cobarde y cómplice de las más altas instancias judiciales de esta pobre y desgarrada tierra mía, somos el único país de América – ¡el único! – que trae la vergüenza de no haber punido un solo y miserable torturador.
Un país en que, a raíz de esa misma omisión, tenemos a Lula preso y un presidente ultraderechista que defiende la dictadura y la tortura.
Los jueces son otros, pero la omisión indigna e indignante es la misma.
Nos preside una aberración ambulante llamada Jair Bolsonaro, que reitera a cada día que uno de los más miserables e inmundos símbolos de aquellos tiempos, el coronel torturador Carlos Brilhante Ustra, es su ídolo.
Vivimos días y noches de asco, de impotencia, de indignación y miedo en una tierra cada vez más náufraga.
Vivimos en un país que no tiene memoria. Que prefirió la amnesia por el puro y asqueroso miedo a enfrentarse en el espejo y ver proyectada la imagen no solo de la derrocada de la esperanza y del futuro, pero del más absoluto retroceso en todos los aspectos de la vida.
La imagen de quienes eligieron a un psicópata que nos lleva al derrumbe moral y ético.
Pobre y perdido país, pero mío.
¿Lograremos alguna vez levantarnos de ese mar de fango?