En los últimos años, primero fue el Museo Nacional del Estado de Rio de Janeiro, algún tiempo después llegó el turno de la catedral de Notre Dame en París. En ambos casos, el fuego consumió en algunas horas varias décadas de trabajo de conservación y archivismo. Pérdidas materiales de acervos imposibles de restituir que dialogan con un estado del mundo en donde absolutamente todo debe ser digitalizado y almacenado en formatos que prometen la eternidad. Pero, como en el film Francofonía, de Alexander Sokurov, donde un container lleno de obras maestras del Museo del Louvre desciende hasta el fondo del océano para perderse para siempre mientras los nazis ocupan las salas del museo, también podemos imaginar los servidores descomunales que alojan la información del mundo prendidos fuego, incinerando los datos que pacientemente la civilización digital se propuso almacenar sin medida y sin fin. La historia del archivo parece demostrar que detrás de cada gran promesa técnica subyace el miedo arcaico a una potencial catástrofe.
Como las figuras arquetípicas, ambigüas y paradojales, la fiebre de almacenamiento de datos está cimentada sobre su contrario: el pálpito de que todo puede desaparecer. El olvido y la intemperie. En el reverso de los sistemas de acumulación y clasificación de la información en diferentes formatos yace latente la sensación inminente de su destrucción. Así, el archivo digitalizado parece emanar un nuevo tipo de aura técnica asociada a su disponibilidad absoluta y eterna. Pero si los archivos convertidos en bytes aseguran tentativamente la inmortalidad, también agudizan el conflicto sobre la soberanía de la información. ¿Dónde dormirán los datos?
Juan José Mendoza plantea una serie de interrogantes sobre el “desafío archivístico latinoamericano” en la época de “la conquista técnica de la información”. “No se puede pensar esta compulsión por el archivo sin la pasión por el desastre que tuvo el siglo XX”, apunta el autor, que a partir de esa idea madre esboza el diario de un viaje que persigue la deriva y el destino de los papeles nacionales mientras reflexiona sobre los nuevos desafíos que propone la lectura y el archivismo en la era digital. “El pasado nunca pareció ser tan grande y al mismo tiempo estar tan disponible como en el presente”, pero “¿Qué vamos a hacer con él?”.
La pulsión archivística que ataca el presente propone una visión del pasado en estado de absoluta disponibilidad, a un click, pero al mismo tiempo vaciado de relaciones con el presente, es decir ahistórico y falto de experiencia. Como el Funes de Borges, la memoria absoluta parece detener el pensamiento. La pura acumulación de datos, sin orden ni jerarquías, capturada en un pestañeo del ojo omnipresente de la digitalización, asegura una acumulación de información sin precedentes en la historia de la humanidad. “Hemos reducido las tensiones de la historia a una masa amorfa de pasado tendida sobre un hilo flotante de tiempo. El pasado es una nube de ceros y unos”, reflexiona Mendoza sobre un fenómeno inédito en la historia del archivo: un estado de proliferación que apunta al infinito.
En Los archivos: Papeles para la nación, el autor compone un itinerario de crónicas, ensayos y entrevistas alimentadas por una preocupación creciente sobre el devenir de los archivos latinoamericanos. Es una narración doble que hace foco tanto en los bytes almacenados en los servidores de Google como en los cuadernos físicos de los escritores latinoamericanos que fueron donados o vendidos a las universidades de los países centrales. ¿Por qué los manuscritos de muchos próceres de la literatura nacional yacen almacenados en universidades y centros de estudios norteamericanos? ¿Por qué los países deberían ceder sus tesoros bibliográficos a una empresa multinacional como Google? El libro de Mendoza llama la atención sobre una política de estado ausente alrededor del cuidado de los materiales santos del humanismo latinoamericano. El debate parece ser: o atesorar o ceder ante el impulso de la digitalización y la accesibilidad sin límites.
“Un último resplandor y las páginas se fugan para siempre de los peligros del fuego”. La digitalización de los acervos bibliográficos de los países promete acceder a la eternidad tal vez a un precio muy alto. Como apunta Mendoza, Google, como un fausto moderno, abre amablemente su ojo infinito para recibir los papeles de la nación, pero ¿a qué precio? ¿Existe un neocolonialismo de datos? El proyecto Biblioteca Google Print (actualmente llamado Google Libros) fue lanzado en 2004 y hasta el momento lleva digitalizados 25 millones de libros. Es un proyecto totalizante y desmesurado que cuenta con el aval de las principales universidades de los países centrales. ¿Cómo convive ese proyecto con la “desidia archivística latinoamericana”? “Se coleccionan signos como antes se coleccionaban capitales”, advierte Horacio González, ex director de la Biblioteca Nacional, en diálogo con el autor, que propone construir voluntades nacionales más explicitas para contrarrestar el efecto confiscatorio de la digitalización a manos de una multinacional que convierte a todo lo que toca en un dato, es decir en un valor financiero.
Al mismo tiempo, la dimensión material de la información digital propone un desafío energético que estructuralmente nada tiene que ver con el contenido de los archivos almacenados: pueden ser obras maestras o las fotos de las vacaciones. En un estado de “sobrerrepresentación de nuestro tiempo”, en donde tal vez el 5% de la energía mundial se destina a mantener activa la red de datos en el globo y refrigeradas las torres de servidores que almacenan la información, que tiene el tamaño de un edificio. Silos de información, el insumo predilecto del semiocapitalismo. Tantos archivos, pero ¿para quién?: “¿Qué nuevos sujetos de conocimiento, capaces de mirar tantas cosas a la vez, están golpeando a la puerta de un nuevo tipo de archivo?”, se pregunta el autor.
La peregrinación de Mendoza, rastreando las derivas de fragmentos del archivo nacional, lo lleva hasta Princeton, a la Firestone Library, donde descansa la colección más grande de manuscritos de escritores latinoamericanos del siglo XX. José Donoso, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Reinaldo Arenas, Ángel Rama, Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, Juan José Saer, Borges, Perlongher, Macedonio Fernández, y la lista sigue. La deriva promete el encuentro con materiales inesperados, y al mismo tiempo expone la ausencia de una conciencia documental nacional.
El libro combina así en un mismo gesto teoría y praxis. Las reflexiones sobre el archivismo nacional y las implicancias de la digitalización se intercalan con el rescate de preciosos manuscritos de la literatura nacional, como el cuaderno de trabajo de Rayuela, o la correspondencia entre Ezequiel Martínez Estrada y Victoria Ocampo. El autor conversa con figuras legendarias de la cultura nacional, como el diseñador Ronald Shakespear, el editor Jorge Álvarez y los filólogos Isaías Lerner y Lía Schwartz. Son entrevistas y pesquisas que ponen en acto el rol del archivista como guardián político de la memoria cultural de una comunidad. El archivista recolecta las voces que pueden apagarse y merecen ser preservadas. Es la puesta en acto de una actividad de minería mental de información que solamente puede ser ejecutada por el virtuosismo y la creatividad de un ser humano formado en los valores del humanismo. ¿O los algoritmos comenzarán por sí solos a escribir su propia historia civilizatoria?