UNO

Ya dije, alguna vez, que hay zonas oscuras en el mapa imposible. Esquinas donde el viento aúlla como un grito lejano y las luces de la calle tiemblan como la llama de una vela ante una corriente de aire inesperada. Rincones de la desgracia y el miedo. Calles inquietantes, pasillos sombríos o fachadas tenebrosas que acechan en los rincones del mapa como casilleros de peligro en el tablero de los días. Entre las huellas de la ciudad que supo ser y la que a veces se narra se vislumbran, también, las huellas de sus leyendas y rumores. No es extraño, entonces que en esta cartografía atemporal de planos superpuestos donde se encuentran antiguos cementerios y las urbanizaciones que los cubrieron, de mansiones abandonadas y al mismo tiempo en todo su esplendor, la ciudad que sobrevive en secreto se entrevea, a veces, como en ciertas noches de niebla. Desdibujada, un poco etérea, un poco fugaz. Como una aparición que viene y de golpe se va.

DOS

Entre el barrio Inglés y la calle Salta, al este del Cruce Alberdi, hubo un barrio que ya no es donde el diablo tenía una laguna. Al Barrio de Las Latas, decía la revista Monos y Monadas allá por 1910, se llegaba siguiendo la calle Salta hasta la avenida Castellanos (hoy Alberdi) y por esta hasta los talleres. "Entren por la avenida que bordea al ferrocarril y verán el almacén Sucursal del Cometa; el dueño, hombre práctico, la noche que nos visitó el Halley obsequió a los clientes con un guindado de aquellos que no se empardan; después hubo jarana y baile hasta que pasó el susto del anunciado choque".

Por entonces había una laguna de unos diez metros de largo y cuatro de ancho, conocida como la Laguna de Mandinga, donde el diablo se bañaba en las noches de invierno. El que llegaba, envuelto en alaridos que erizaban los pelos de la nuca, era un viejo encorvado y cojo que se zambullía en el agua turbia sin dejar de gritar. Los vecinos juran que el agua hervía y despedía un inconfundible olor a azufre. El que emergía, en cambio, era un hombre rejuvenecido, altivo y gallardo.

Sólo unos pocos se atrevieron a acercarse. Nadie, por supuesto, los volvió a ver.

La laguna hace tiempo que ya no existe. Queda el recuerdo de una foto que ilustró la nota de aquella revista y una pequeña depresión de tierra, de fondo seco, que a pesar de los intentos nunca se acaba de tapar del todo. Y esa sombra que a veces cojea en ciertas esquinas, como buscando algo que ya no es.

TRES

Los cementerios siempre tienen sus leyendas urbanas. Algunas son locales: muchos recordarán el video del colectivero del 142 al que le sonaba el timbre en un coche completamente vacío cuando pasaba por la puerta del cementerio de Villa Gobernador Gálvez. Otras, en cambio, son universales, y se repiten en todas las épocas y en diferentes ciudades. De chicos todos conocimos a alguien que conoció a alguien que una noche se encontró con una chica con un vestido blanco y liviano, que lucía perdida; generalmente era una noche de brisa fresca; generalmente el chico o muchacho le prestaba su campera que solía ser de cuero negro o marrón. Caminaban juntos. La chica siempre era pálida y hermosa y algo en el camino hacía prever una posible historia de amor. Todos conocimos a alguien que conoció a alguien que después de dejarla en la casa notó que ella se había quedado con la campera. Que al volver, al día, siguiente, escuchó con espanto que los padres de la chica decían que llevaba muerta un buen tiempo. Y que al correr al cementerio para comprobarlo encontraba la campera sobre la tumba. Todos conocimos a alguien que conoció a alguien que le había pasado lo mismo que a un montón de amigos de alguien más. Y, sin embargo, siempre había un breve instante en el que la gota que corría por la nuca era fría, inesperadamente fría.

Pero en el mapa tenebroso, en esa zona de penumbras de la ciudad y sus leyendas, siempre habrá una marca imborrable en el cementerio El Salvador. Nadie vio el 114 vacío avanzar en la unánime noche -perdón, Borges-, nadie lo oyó clavar los fatigados frenos en esa madrugada de luna ambigua, pero al poco tiempo nadie ignoraba que chofer taciturno venía agotado y somnoliento cuando esa chica cruzó la calle como salida de ningún lado. Lo cierto es que frenó y descendió a tropezones. Las luces desmayadas de los faros se vencían en la noche. La buscó bajo el coche, entre las ruedas, aplastada en el asfalto. La busco arrojada a lo lejos. No había más que la huella fiel de la frenada. Confuso, volvió al colectivo y reemprendió la marcha diciéndose que todo había sido un sueño. Se lo siguió repitiendo hasta que, por el espejo retrovisor, la vio sentada en el último asiento, mirándolo fijamente, sin dejar de llorar.

CUATRO

Tampoco, por supuesto, faltan casas embrujadas y fantasmas inquietos. La espléndida casona de Warnes 1917 donde hoy funciona el Centro Municipal Distrito Norte estuvo abandonada y al borde de la demolición durante años. Dicen que la salvó la protección persistente del espectro de su antigua dueña, María Hortensia de Echesortu, a quien se veía caminar por los pasillos y jardines. Hay quienes aseguran, incluso, que el último aval para transformar la vieja casona en distrito municipal se lo pidieron a la misma María Hortensia, a través de una médium, en una madrugada de un viento feroz como no se había visto otro jamás y que se aplacó milagrosamente. O la casa de Urquiza, en Alberdi al 1000, un antiguo parador de carretas que solía ser usado por el caudillo entrerriano para descanso de sus tropas en las incursiones hacia otros puntos de la región. Gritos, carcajadas, relinchos y ruidos de cadenas que se oyen hasta hoy han contribuido, a lo largo de los años, para que la casa permaneciera inhabitada durante largos períodos. Hay quienes afirman que una voz susurra sus nombres al pasar frente a la casa, o que en algunas tardes primaverales, con las últimas luces del atardecer, se lo puede ver al mismo Urquiza sentado en el ventanal.

Pero puestos a buscar fantasmas y terrores, consigno los que fueran referidos por Gary Vila Ortiz. "Uno de ellos -escribió- durante un tiempo aparecía y desaparecía, según sus ocurrencias, pero en general de noche, por los pasillos vacíos de la radio en que trabajo. Prefiere el tango al jazz, pero creo que me tiene simpatía y suelo traerle algunas cosas que él, todavía en su vida fantasmal puede disfrutar". El otro era el de un suicida atrapado en la isla del laguito del parque Independencia, condenado a esa isla mínima sin más compañía que unos pocos patos y gansos. "En algún tiempo -aclara- tuvo por compañero a un mandril que se escapó del viejo zoológico perseguido por algunos miembros de la Liga de la Decencia, que lamentablemente no fueron leyenda".

 

Porque no está de más recordar que no siempre los fantasmas aterrorizan, y no siempre lo siniestro está en el plano de lo sobrenatural.