Marcela A parpadea al otro lado del océano y en un abrir y cerrar de ojos está a la vera del Paraná, guiñando las luces de giro de su plato volador convertido en auto blanco.

Marcela B parpadea en un bar de aquí que en un abrir y cerrar de ojos se convierte en un bar de allá.

Una dice no, no, no, esta vez no es un mero sueño.

La otra, palpando paredes invisibles, se detiene y lanza un suspiro de telar: es ladrillo, sí, pero no deja de ser un sueño.

Ladrillos de un sueño que construye realidad, piensa Marcela B en el bar de aquí que es el bar de allá, y también lo piensa Marcela A en su plato volador, entretejiendo economías sensitivas que el sistema patriarcal de las galaxias de más acá pone bajo sospecha.

A mí me parece que sí; yo soy profe de letras, y escritora, piensa Marcela B.

A mí también, piensa Marcela A. Yo soy contadora y escritora, pero para otros muchos, los ladrillos del sueño no pueden construir realidad.

Yo las escucho, las veo y las leo mientras las escribo.

¿Ustedes se conocen?, pregunto dentro de mi texto.

No, no hemos coincidido hasta ahora, dice Marcela A.

Cierto, dice Marcela B.

Las dejo mirándose, reconociéndose entre las palabras, y pienso que su nombre es de mar, por eso aquí y por eso allá. Un nombre de mares de sueños y de mares cósmicos.

Respiran profundo y ese sonido leve, hondo, me saca de mis cavilaciones. Ambas miran de nuevo la palabra pared construida con ladrillos de sueños.

Me siento libre entre estas cuatro paredes de palabras, me dice Marcela, asomada en el texto, con ademán de vuelo. Y de pronto una gota fresquísima de rocío se juega a la maravilla la carta del atardecer. Una innumerable cantidad de diminutos alienígenas convertidos en hormigas voladoras, crean símbolos en permanente transformación.

Pienso que algo tiene que ver en esto el platillo volador de Jung que nació luego de una gran explosión contra la constelación Freud y orbita alrededor del planeta Heidegger.

Marcela A dice que un nombre dista mucho de la representación de un depósito de materia acumulada.

Un nombre es incluso algo más que la representación astronómica de un planeta, dice Marcela B.

Un nombre es todo lo que expande, además de lo que alberga y de lo que oculta, piensan al unísono, sin que yo me lo proponga.

Dicho esto, Marcela da la vuelta al mundo muchas veces. Marcela también.

Un nombre.

Un pájaro de furia suave.

Una pluma de papel de diario.

Una paloma encarnada en un asteroide.

Un ladrillo con latidos.

Una clave se sol fuera de borda.

Un telar de sororidad.

Una constelación que gira sobre su eje con el verbo girar y orbita en el alma con el verbo orbitar.

Marcela se sube a la palabra tren desde aquí hasta allá. La niebla cubre las paredes invisibles del bar. Toca con la palabra dedo la realidad del sueño. Se siente tan joven como hace cien años. Olvidada del mundo se despierta dentro de sí misma. Puede atravesar un siglo más con la palabra tren y la palabra tiempo.

Marcela teje el telar del deseo desde los hilos femeninos de la prosperidad.

El resto del mundo sigue en su teje-maneje. De todas sus cuerdas, es posible que ya ninguna pueda hacer sonar sus acordes más sensibles.

El bar abre un mundo que llega a otro mundo y, a su vez, da vueltas sobre sí mismo buscando su propio territorio dentro de la taza de café. No importa si es aquí o allá, si es allá o aquí.

El plato volador avanza con el verbo avanzar por una ciudad desconocida que, sin embargo, tiene en sus calles los nombres que Marcela A conoce, y los bares están adornados por esas lucecitas blancas que siempre le llaman la atención. Nadie diría que es otro planeta que finge ser el planeta que ella conoce, porque nadie está loco, todos llevan registros de sus deudas impositivas, todos saben el nombre de sus perros, todos conocen el alcance delay de las moratorias de los brutos ingresos brutos. Nadie diría que un plato volador, sólo por decoro, se impide volar y se desliza por la ciudad como un auto de cuatro ruedas.

En el momento en que el acto de escribir coincide con el acto de soñar, coincide con el acto de beber, coincide con el acto de volar, coincide con el acto de batir el deseo del mundo, las geografías amplían sus fronteras y la palabra mundo encuentra su sentido.

Pero existen los hombres con cara de hombres y los perros con cara de perros, dice Marcela A.

Y esto no quiere decir que no existan los hombres con cara de perro y los perros con cara de hombre, agrega Marcela B.

A esta altura ya no puedo dejar de escribir, aunque no sé si A o B dice que los alienígenos con cara de hombre y los perros con cara de alienígeno son más verdaderos que los hombres hombres y los perros perros.

Ni siquiera sé si el bar de San Nicolás y el bar de Dublín, si el auto blanco y el plato volador pudieran existir si no los hiciéramos palabra.

Pero sí sé que, la palabra mujer de aquí anda por aquí. Y sé que la palabra hombre de allá anda por allá.

Sé también que hay un sinnúmero de leyendas, hay un sinfín de códigos míticos, hay una profusión de formas amorosas que entretejen el telar de lo que está por encima del mundo.

Sé que el ladrillo de los sueños construye realidad.

Miriam Cairo

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