El poeta habla con el cordial acento montevideano de aquel muchacho que caminaba por la calle Rondeau con las semillas del futuro germinando expectativas. “Todo eso se fue al diablo para mí y para toda una generación que tuvo que irse”, cuenta Alfredo Fressia, desde San Pablo (Brasil), la ciudad adonde se exilió en 1976, cuando la dictadura uruguaya lo echó de la escuela en la que daba clases de Literatura. “Llegaste a un país congelado/ y tiritas./ Nunca estuviste en el Edén, Alfredo,/ lo del odio de Dios será mentira/ y hay golpes en la vida./ Abandona entonces la poesía/ y ahora cuídate de esa tos de perro,/ de ti mismo y de las cóleras en frío”, dice ese “tú” maduro y refinado que no es más que el fantasma de un “yo” en el poema “Vejez” de , libro en el que el gran poeta uruguayo “propone una relectura del Génesis y de las numerosas ‘trampas de la fe’ poética”, como plantea el poeta mexicano Hernán Bravo Varela en el epílogo de esta edición.
Fressia (Montevideo, 1948), traductor de poetas brasileños como Ferreira Gullar, dice a PáginaI12 que del exilio no se habla en pasado porque “tiene comienzo pero no tiene fin”. El poeta uruguayo –que ejerció el periodismo cultural en El País (Uruguay), Folha de São Paulo (Brasil) y La Jornada (México)– es autor de Clave final, Noticias extranjeras, Frontera móvil, El futuro y Veloz eternidad, entre otros poemarios que han sido traducidos al portugués, francés, italiano, inglés, rumano, griego y turco.
–En “Verso ocioso” dice: “Lo aprendí en el camino del exilio:/ duele el país real de la memoria”. ¿Cómo explica ese dolor?
–Más que dolor es una ausencia, una falta, un vacío a partir del cual surge en mi caso la poesía. La poesía nace para llenar un vacío. Mi primer libro, Un esqueleto azul y otra agonía, es del 73 y yo me fui en el 76. El golpe fue en junio del 73 y yo seguí trabajando hasta fines del 75, cuando me echaron. Había una falta en mí que los acontecimientos biográficos después vinieron a confirmar.
–¿El exilio culminó algo que ya estaba en usted, un entrevero con el mundo?
–Exacto. Hay siempre un entrevero con el mundo. Si no hay entrevero con el mundo, no hay ninguna creación, no se dialoga con nadie ni se pelea con nadie ni con nada. En el caso de la poesía, me parece que lo que hay, además de un malestar, es un vacío que debe ser llenado. Es un tópico tradicional, al fin y al cabo; uno escribe porque el mundo es insuficiente y hay un vacío que tiene que ser llenado. Y ahí entrás en un tema: ¿hasta qué punto la biografía no está en la base de la poesía?
–¿Tiene una respuesta para esa compleja pregunta?
–De la muerte del autor de (Michel) Foucault y (Roland) Barthes a hoy, entrado ya el siglo XXI, la biografía se vuelve central, objeto de un discurso autorreferencial donde el “yo” biográfico es la única garantía de coherencia de una obra. Hubo una revolución a la que uno asistió, como en el fútbol, mirando la pelota de aquí para allá. De repente cambió violentamente el pudor con el que imaginábamos que podíamos convivir con la primera persona en la construcción de una obra estética. La biografía del poeta auxilia en la construcción de una obra lírica. Pero ese “yo” está lejos de explicar toda la obra.
–El poema “Poeta en el Edén” tiene como último verso una sola palabra: “Balbucea”. ¿El poeta balbucea?
–El poeta existe para superar el balbuceo, pero todos balbuceamos en los momentos en que no somos poetas. La poesía pretende ir más allá del balbuceo. Cuando un poema no me gusta, digo “esto es un balbuceo” porque no construye una obra estética del lenguaje. La comunicación está hecha normalmente más sobre balbuceo que sobre ideas nítidas. Y hay ideas nítidas que son un balbuceo. No hay lugar en la poesía para el balbuceo. En un poema no puede haber una única palabra que sobre. No debería haber, aunque hay en los mejores poetas cuando aparecen esos residuos del lenguaje que podrían ser evitables.
–¿Cuál fue el primer contacto que tuvo con la poesía?
–Mis padres eran hijos de inmigrantes: de italianos mi padre, de gallegos mi madre. En mi casa no había libros; éramos pobres. Mi primer contacto fue un libro que había caído en la casa de mis padres como un meteorito, una Historia de la Literatura española, con una antología, destinada a normalistas argentinas. No había otra cosa que leer en esa casa, pero en ese libro descubrí, a los 8 o 10 años, que había una cosa que se llamaban versos, que se podían organizar eventualmente en estrofas, al punto de que yo sabía de memoria sonetos de (Francisco de) Quevedo y de Lope de Vega. ¿Qué podía entender? Pero me gustaba la música, el sonido, y me transportaba. La poesía nace en la infancia y nadie se cura de su infancia.
–Pero es mejor que no se cure, ¿no? Si las personas se curaran de su infancia, probablemente serían más infelices aún…
–Por lo menos no escribirían; entonces faltaría en la tribu el loco que se sienta a contar y a versear. Cuando terminé los estudios secundarios, entré a estudiar Letras y tuve la ocasión de estudiar francés porque los franceses daban becas a los hijos de obreros que eran buenos alumnos. Como yo era aplicado, hice estudios franceses durante muchos años. Y leí a Jean Genet a los 16 años.
–¿La música de su poesía viene de la poesía francesa?
–Tal vez… todos los poetas modernos tenemos un pie en la poesía simbolista. En cierto sentido, somos todos simbolistas. Tenemos esa marca como el signo bajo el cual nacemos, lo que no quiere decir que podamos definirnos como poetas simbolistas hoy.
–¿Qué le interesó al proponer una relectura del Génesis?
–Entré al Edén por Caín, que es maravilloso. Caín mata a su hermano y Yahvé lo condena a errar por el mundo. No hay mejor imagen de la condición humana que ese hombre condenado a vagar por el mundo. Todos somos de la estirpe de Caín porque somos capaces de cometer un crimen y estamos condenados a errar por el mundo construyendo ciudades, por más precarias que sean.