En 1930 el gran cronista de Buenos Aires se fue unos días de campamento a Sierra de la Ventana. Arlt, Roberto. Cronicaba, al principio, el deslumbramiento por el verde, el aire puro, la vida descansada. Porque luego el tedio fue creciendo y las aguafuertes escribieron la burla del fogón y el salmo, la vida monástica y el retiro. Cuando vuelve a Buenos Aires, desde el tren, escribe su canto de retornado: “Aquí sufrimos por tu vida rapidísima, por tus lujos inaccesibles, por tu fuerza arrolladora; aquí somos todos iguales y el primer botón que sale al paso se cree con derecho a manosearnos como si fuéramos unos reos; aquí…. Pero allá… aquí… Pero allá. (…) Y, sin embargo, te quiere uno; te quiere porque sos así, esquiva, mala, linda y grande. Te quiere porque aquí uno puede ensayar su fuerza y hundir su pena en el más extraordinario anónimo; te quiere porque sos desalmada, y tan desalmada que en todos tus portales se duerme alguna noche un desdichado y nadie se inclina para darle una mano.” Pueden leerse estos temblores en las recientemente editadas Aguafuertes silvestres. ¡Hay que querer así a una ciudad tremenda!
Yo: conversa. Provinciana enamorada de la ciudad. Con todos los lugares comunes de ese amor: al anonimato urbano, a la infinita producción cultural, a la vida de bar, a la heterogeneidad que la habita. Once, más que Buenos Aires, incluso. El caldero de todas las migraciones, el conventillo de todas las lenguas. Once, donde se anuncia que se envía dinero a países africanos y se venden yuyos del altiplano voceados en quechua. Donde atacaron una mutual en horrendo acto terrorista y se nombró Semana Trágica a cruentos progroms. También, el humo de Cromañón, los cuerpos asfixiados, y las travas que hacen la calle al borde de la facultad de Psicología. No me quiero poner localista, pero en Once se hace intensa Buenos Aires: la ciudad que se anuda y se abigarra, que es feria y mercadeo, que es pobreza desolada y fuerza cultural. Cosmopolitismo plebeyo, o sea democrática pasión por lo múltiple.
Once padece la tenacidad de las veredas que se hacen tres o cuatro veces. Una cuadrilla viene y las arregla y unos meses después la obra recomienza con otra cuadrilla y quizás con otra firma empresaria. Como una Penélope que teje y desteje, el gobierno porteño se precave contra la debilidad de los bolsillos empresarios y la pérdida de empleos poniendo y sacando baldosas. Lo cual complica bastante el tránsito de comerciantes, manteros, paseantes, vecinas. Nos chocamos entre vallas amarillas, carritos de compras, cartones que amparan personas que duermen en la calle, carros que trasladan mercaderías. Pero una cordialidad internacionalista y multilingüe nos deja habitar el barrio. En una de las veredas ensanchadas, un grupo grande de mujeres orientales baila coreografías. Cambian de día, son precisas y expertas, el barrio se ilumina como escenario callejero y el atardecer marca el pasaje del uso comercial de las calles a ese festivo. Al verlas pensé que liberaban nuestras calles, el barrio mismo, de la pulsión blanqueadora que tuvo el gobierno de la ciudad que amplió veredas al tiempo que expulsó manteros con violencia. Hay vecinos que las denuncian y piden que la policía las prohíba. Once, nuestro aleph. También una cifra. Porque todo eso se disputa en la ciudad de Buenos Aires.
En estos días, un conjunto de vecines y activistas, hicieron una intervención preciosa: liberaron a la semi peatonal de la calle Corrientes de su destino publicístico, mostraron que queremos peatonales y paseos sin tachos con tarjetas para que no puedan ser abiertos, que soñamos una ciudad con plazas, pero habitadas por todxs. Bailaron cumbia, con el ritmo que le pone Sudor Marika a nuestras peleas contemporáneas, para decir Si vos querés, Larreta ya fue. Pero decían más, hablaban de los alquileres y de las ganas de playa, de las tarifas y las deudas, de una ciudad sin represión. Parecían conjurados, que habían aprendido de esas fiestas cuyos anuncios solo circulan por wasap o de los avisos de milongas en las catacumbas de la ciudad tanguera. Pero estaban en la calle, para tomar lo hecho y liberarlo de su opacidad. Como habían sido liberados los alrededores del Congreso por esa infinita multitud de pibas y de doñas que exigió la legalización del aborto, pero que además hizo fiestas y fogatas, y carpas y rondas, inventando una ciudad feminista allí donde circula el poder patriarcal.
Bajo el pavimento no suele estar la playa, pero una ciudad no son solo sus flujos financieros sino también esa insomne creatividad social, la que bailó en esa acción política, la que inventa lenguas no formateadas por los grandes aparatos mediáticos, la que se resiste a convivir con la crueldad y la miseria. Hace unos meses una persona murió de frío en las calles porteñas, a cuadras de la casa de gobierno y eso hizo temblar a muches habitantes, que advirtieron que también eran vecines quienes ocasionalmente dormían en sus puertas o veredas. Contra la crueldad desidiosa del gobierno, se alzó una solidaridad extensa y minuciosa. Insuficiente, se dirá. Y lo es seguro. Pero también que muestra que los afectos no están silenciados ni está olvidado lo que nos vuelve parte de los otrxs. Acá por Once un hombre se tiró en la calle para ser arrollado, así decía, por algún colectivo. Vive en la intemperie. Era difìcil convencerlo de pararse y volver a la vereda y la noche era fría. Finalmente logró hacerlo, con amistosa paciencia, una muchacha venezolana. Otra piba se encargó de comprar comida y agua. Buenos Aires no está perdida, aunque tantas veces la declaremos ajena, la sepamos hostil, no soportemos su melancolía, su dureza, la escandalosa fealdad de algunos edificios.
Buenos Aires suele ser inhóspita y sus habitantes muchas veces hacen del resentimiento el combustible para el trato endurecido. Las derechas la gobiernan imaginando fachadas y recreos y pensando en los modos más rápidos de transitarlas. Suicidios interrumpen el subterráneo, las policías asesinan gente, los custodios de los supermercados también. O sea, esas reconversiones de la ciudad, asentadas sobre la violencia de la desigualdad social, no hacen más que recrudecerla mientras las aleja de la vista de los más ricos. La reapropiación popular es otra cosa, el baile plebeyo muestra la ciudad invisible, una de las ciudades invisibles, aquella que surge de nuestros sueños libertarios. Que no se agotan en un hecho electoral, pero que se anudan con él, porque para realizarse requieren que no se ande matando gente ni de frío, ni de patadas policiales, ni a las puertas de los supermercados, Todo eso que es responsabilidad, también, de quienes se engalanan como hacedores de bicisendas. Te queremos recuperar, Buenos Aires, porque como escribía tu cronista “estás metida en nosotros, ¡oh, ciudad!, como un camote deliciosamente largo.”