De regreso con provecho de la feria cordobesa Mercado de Arte Contemporáneo, la galería rosarina Gabelich Contemporáneo (Corvalán 448, Barrio Refinería) no para. El sábado 24 de agosto, bajo un solcito que atemperaba los últimos fríos del mes pasado, tuvo lugar en sus salas y jardines una "inauguración extra large" que se extendió toda la tarde, con un convite de guiso de lentejas vegetariano y gin artesanal de alta gama, todo industria local.

El motivo: la joven artista Paula Punto, a partir de algo así como una sinécdoque real de una tragedia social, elaboró y trajo bajo el brazo una muestra de fotos, una instalación y un libro de fotografías color, Exequias. La muestra (instalación más fotos), organizada con curaduría de Ernestina Fabbri por un equipo curatorial de calidad museográfica, lleva el extenso título de: "Todavía no me queda claro si es porque algo se rompe, se retuerce o se recompone".

Aún sin conocer la historia detrás de las imágenes y montajes de objetos, se siente un patetismo sereno y desesperado en el proyecto; algo así como un grito contenido sobrevuela el museo de jirones preciosos que parecen sobrevivientes de una catástrofe inenarrable. Dispuestos con cuidado compositivo bajo una luz teatral, restos de empapelado (usados o sin usar), perillas de grifería con motivos florales, finos biseles de madera quebrados y escombros protagonizan una escena donde los restos de una evidente demolición rodean una foto, impresa de ambos lados en papel traslúcido de modo que coincide la imagen del derecho con al del revés. En ella se reconocen las cosas, signos de distinción, que la artista parece haber rescatado del desastre. Su cuerpo, rígido como en una depresión patológicamente severa, se apoya entero en una pared del interior como una viga más, que caería si le retiran el muro que la sostiene. De hermosos tonos cálidos en ocre y pastel, la foto parece clamar en sordina aquello de que una fotografía es la huella de lo que ha sido. ¿Qué pasó ahí?

Pasó lo que pasa en muchas ciudades de la Argentina: una mujer vive sola en una casa, crea su universo propio ahí adentro con plantas, una decoración de estilo personal y una idea de futuro que incluye (en este caso) el acopio de rollos de empapelado sin usar en un cobertizo del fondo del patio. Pero futuro no hay y la mujer muere. La casa se vende. El nuevo propietario, haciendo uso y abuso de su derecho dominial y posesorio, la derriba. En su lugar construye un galpón más, que formará parte de su floreciente proyecto económico.

Pasa algo más, que no siempre sucede. El nuevo dueño tiene una hija, artista, que visita la casa y la sueña taller, pero el sueño es imposible de concretar porque es el padre quien detenta el poder. La hija artista tiene una cámara fotográfica y sabe sacar muy buenas fotos, y hace un registro estéticamente valioso de la casa condenada. Quiere que quede algo, dice. Se lleva de la demolición todo lo que puede. Las perillas floridas de grifería, en especial, "¿no son un sueño?". O como escribía Edgar Bayley: "Es infinita esta riqueza abandonada".

La hija del demoledor se convirtió por propia voluntad en heredera más o menos frustrada de la demolida. Traicionó, por amor a la belleza de aquella casa increíble, y por lealtad al espíritu de su antigua dueña desconocida, al padre insensible. Lo cuenta con tanta pena que la voz le sale en un susurro. Su desafiliación es política.

 

De tonos cálidos en ocre y pastel, la foto clama en sordina aquello de que una fotografía es la huella de lo que ha sido.

Sin embargo, ella no cambia de clase. No cambia de familia. La obra es una ficción, un trance de médium, un "como si" de lo que no se pudo hacer. Su figura es la sinécdoque de la parte por el todo, ese tropo o desplazamiento retórico que consiste en elevar el caso singular a la función de representante de una totalidad. La totalidad, en este caso, se puede pensar como un país donde la cultura de la diversidad de género y los modos singulares y cultos de vivir son arrasados por el capitalismo agroindustrial y financiero. O una región donde un presidente nazi incendia el Amazonas: esto ya sería una hipérbole en lo real. Pero también habría que incluir, enmarcando el relato de Paula en un horizonte subjetivo más amplio, la historia reciente de las rebeldías juveniles pequeñoburguesas de los años '60 y '70, esas traiciones de clase que se lo jugaron todo.

Le falta algo, a esa luz, a esta obra de la falta: le falta la acción transformadora. Cuando el arte habla de la política sin hacerla, cae en la elegía, que es el canto a los muertos. Narrar desde la derrota del presente hace un arte que por muy poco no equivale al silencio. El que ese silencio grite, el que la belleza y eficacia con que se plasma el registro artístico del daño provoquen una reflexión tendiente a cambiar el futuro, deja sin embargo la herida intacta. Cuidado con los terapeutas del arte. Cuidado con las denuncias susurradas. Una segunda etapa del proyecto podría quizás destinar las ventas del libro y de las fotografías, objetos de melancólica y feroz belleza, a algún nuevo tipo de alquimia regido por pasiones alegres.

Paula Punto residió en su Buenos Aires natal hasta 2011, cuando se vino a vivir a Rosario. En 2018 se recibió de Licenciada en Bellas Artes en la UNR. Cursó prestigiosos seminarios de acción performática y talleres de fotografía y escritura creativa. Integra junto a Maia Morosano el colectivo editorial Patas de Cabra. Considera a sus producciones como un devenir de investigaciones artísticas donde el cuerpo es atravesado por la experiencia, y a la escritura sobre arte y de poesía como herramientas de investigación sensible y búsqueda.