Sonia busca. Se levanta y busca. En las cajas que llenó de recortes de esos diarios que le mentían y no. En las fotos de su vida. En los pliegues de su mente y de su piel. En los sueños de sus noches cortas. Sonia es esa Sonia que hace mucho ya no es sólo Sonia: es de la legión de mujeres que escarban en la tierra, en el aire, en lo que se dice y no, buscando los hijos que les crecieron en el vientre. En el propio y en el que le alcanzó a acariciar a Silvina antes de que se la arrebataran con un embarazo de más de seis meses. Sonia es sus 89, 90 años; la que busca ahora y antes. Cuando golpeaba puertas. Las de los asesinos. Las de los cómplices. Las del Arzobispo. Las de una sociedad que a veces la aplaude y otras la ignora. La que busca y no para. Ni para vivir ni para morir. Su vida es ya una balada para no morir. Un canto de cisne que no piensa concluir hasta que ese nieto llegue. Hay cientos de jóvenes que desean ser sus nietos. Y hasta quienes lloran por no serlo. Y están también quienes se burlan de su deseo y se le ríen a oscuras. Desde la impunidad cloacal de una Internet que da para el bien y el mal. Que alimenta la banalidad de los banales. Sonia aprende los códigos de los chicos. Le encuentra la vuelta a computadoras, a Facebook, y replica al infinito las imágenes de esos hijos que ya no están: Silvina Parodi y Daniel Orozco. Y de esa pancita arropada en el vestido blanco que llevaba al nieto que es su razón para seguir. Sonia es su casa. Y los rincones que están llenos de ella y de ese otro hijo: Luis, el amado Luis. Ese a quien el asma le robó y que nunca, pero nunca debió haber muerto. Sonia es sus nietos y una familia que la acompaña. Sonia es el atentado cobarde una noche de 2006; y el juicio que le entabló el delator de sus hijos en el 2002. Sonia es el “no-me-importa-la-muerte-de-Videla o Menéndez-yo-sigo-buscando”. Es la esperanza puesta en cada llamada. Es ésa que jamás será una anciana. La que ven en las marchas, con su pancarta llena de la sonrisa de Silvina, de sus ojos de cervatillo en el mismísimo día de su casamiento con Daniel. Sonia es la del clavel rojo: ése que lleva como la “bailaora” de una fiesta a la que nunca soñó asistir. La que apenas respira cada vez que se les pregunta por las embarazadas a los sobrevivientes de los campos de concentración en los juicios por crímenes de lesa humanidad. La que conoce centímetro a centímetro cada maldito centímetro de La Perla y del Buen Pastor y del Campo de la Ribera. La que esperó a la salida de los jardines de infantes, las escuelas y las universidades. La que aún hoy, de vez en vez, (per)sigue a alguno que otro joven por la calle cuando ve en sus rostros algún rasgo que le recuerde a sus hijos.
Déjenme que les cuente de Sonia como si no la conocieran. Como si fueran extranjeros o extraterrestres. Sonia es ésa: la mujer-legión a la que le arrancaron la vida, los hijos, un nieto y todavía sigue. Y por seguir fue quizás la farmacéutica más vieja de Córdoba. Aunque jamás envejecerá. Porque los que esperan no envejecen. Se quedan así, suspendidos en el tiempo a la espera de que sus queridos regresen. Las Madres, las Abuelas lo saben: los hijos atan a la tierra. Por eso siguen acá. Y seguirán. A menos que un huracán las derrumbe. Pero los huracanes no pueden contra el amor, que es noble, inamovible como las rocas profundas que guarda la tierra. Y Sonia es una roca.