Las noticias que me fueron llegando de este film a medida que se iba imaginando, preparando, confirmando, fabricando, fueron numerosas y extrañas. Primero supe que Sebastián De Caro se disponía a hacer un film sobre un casamiento: como tantos otros, empezaría y terminaría a lo largo de esa fatídica fiesta. Al poco tiempo, hubo más precisiones: la protagonista sería la responsable de dicha celebración: la wedding planer encargada de lidiar con esa previsible sucesión de inconvenientes. Todo hacía suponer una mansa y acaso eficaz screwball comedy, un objeto comercial lleno de oportunidades para el disfrute del productor: Números musicales, infinidad de roles pequeños para que las vedettes de la televisión, los instagramers y los influencers repartieran sus gracias a lo largo del permisivo metraje. Las primeras noticias del casting y el argumento no desmentían esa impresión dócil, pero sí la matizaban: mezclados con los atletas de la tribu televisiva aparecían aquí y allá nombres feroces, nombres de la ultratumba del teatro y el cine independientes, que demostraban que De Caro era efectivamente un individuo enigmático, mixto, capaz de negociar con la luz y con la sombra.
La sospecha definitiva me llegó cuando una de las dos Caligiuri, mis amigas a quienes el Sátrapa había llamado para encargarse de la dirección de arte, me pidieron prestados algunos de mis libros de brujería y ocultismo. “¿Para qué?”, les pregunté. “¿Qué utilidad pueden tener esos grimoires en el imperio de los tules blancos, las mesas dulces y el cotillón?”
“Seba quiere poner objetos de brujería en los centros de mesa.”
Fue ese el momento en el que intuí la traición. Sebastián quería objetos de brujería en los centros de mesa. Sebastián no iba a hacer un film simpático: iba a entregar su film de casamiento a las criaturas de los abismos, e iba a abrir la puerta para que ellas se pasearan enardecidas entre las mesas, usando la pista de baile como tablero de juego de sus grandes incendios. Sebastián iba a ejecutar la bella traición; iba a soltar sobre la mesa el póker de ases del misterio y la crueldad.
Se hizo el film. Se terminó. Me enviaron el link. Lo ví.
A mi criterio, son esencialmente dos las malas palabras a quienes refuta este film admirable. La primera es la palabra profundidad. Como nadie ignora, la batalla del cine ha sido desde el comienzo la del prestigio, y desde siempre ha habido tontos que han exigido que sus imágenes se legitimaran por elementos exteriores: El tema, el mensaje, el subtexto, la profundidad. Los tontos rechazan los films superficiales y exigen films profundos. Así opera el buen sentido asesino de los enemigos del cinematógrafo. Y sin embargo, como descubrieron alguna vez los Carabineros de Godard, detrás de la pantalla no hay nada., y si uno la perfora en busca de profundidades la luz se escapa por los agujeros en busca de la oscuridad. El cine es un arte de superficies orgullosas. De Caro no ha hecho un film profundo: ha hecho un film complejo, de una desobediencia esencial, que no significa nada, pero cuya superficie inquietante se desteje a sí misma como las lanas que Penélope deshacía en sus eróticas noches solitarias. Es un film que defiende su gratuidad como una bandera, su misterio como un norte, su secreto como un Grial. Su profundidad, si eso es lo que quieres, es insondable, lector. No puedes con ella.
La otra palabra traicionada es la palabra género. Esa expresión, que alguna vez implicó una secreta libertad, es ahora el santo y seña del que se vale el pensamiento más convencional y cobarde. En general, quienes la usan en nuestros días lo hacen para reclamar películas malas que sean idénticas a otras películas malas que conformen a un público ávido de películas malas. Nada de eso aparece aquí: Los géneros se desmienten a sí mismos, se entrecruzan y se abisman. El peligro surge de allí donde da más miedo: de los lugares felices, de los lugares de fiesta, de los lugares diurnos, como la risa mortal de las hienas. Todo es bello en este film, y todo escalofriante. No hay contradicción allí: Es escalofriante porque es bello.
Al igual que en un film magnífico de este mismo año, Muere Monstruo Muere de Alejandro Fadel. la narración avanza aquí como una sucesión de incertidumbres, de pequeños y eufóricos caprichos. Pero mientras el film de Fadel se sumerge desde su inicio entre las espesas oscuridades de Gerard de Nerval y de Gustav Meyrink, De Caro disfraza el suyo con envoltorio resplandeciente, como si fuera una golosina. Eso es esta película: un perfecto engaño, una perfecta traición ejecutada a la vista de todo el mundo, con la altivez festiva de una tarántula.