“Procuro una forma”, “yo busco una forma”. Tal vez no habría que restringir los afanes de esta índole al esteticismo modernista, a las torres de marfil, a los purismos del arte por el arte. Tal vez habría que considerar que a veces, y puede que a menudo, son las novelas políticas las que procuran una forma, las que buscan una forma. Y que no es sino esa forma lo que va a decidir su relación con lo político. Los criterios contenidistas, ejercidos generalmente como prejuicio (es decir, leyendo someramente, o bien incluso sin leer), se aplican a las ficciones políticas; ya sea para el encomio, ya sea para la denostación (para el encomio: desde una moral progresista, estableciendo que ciertos temas deben tocarse, recordarse, exponerse, enfatizarse; para la denostación: desde una contramoral, que es también una moral, siempre más bien reaccionaria, protestando que ciertos temas deben dejarse de lado, callarlos, olvidarlos, silenciarlos). Pero, ¿qué decir, en definitiva, en términos literarios, que una novela lo es “de la dictadura”, que tiene a la dictadura como tema? De por sí, nada. El hábito de desestimar la dicotomía forma / contenido, en parte por el hábito inercial de desestimar todas las dicotomías, nos llevó posiblemente a desestimar su persistencia, incluso su pertinencia. De hecho se sigue hablando de “novelas de la dictadura”, y esa designación no hace más que designar un tema. Para quedarse mayormente con eso, apenas con eso.
¿Es Quemar el cielo una novela sobre la dictadura? De hecho, sí. ¿Y eso hoy qué significa? De hecho, no demasiado. Habría que considerar, eventualmente, antes que nada, de qué manera, y hasta qué punto, Mariana Dimópulos busca una forma, procura una forma. Y en esa búsqueda, en el derrotero de esa búsqueda, va trazando varias, va probando varias.
Lo que se cuenta es una investigación: la que emprende la narradora para saber qué pasó con su prima, militante revolucionaria, desaparecida, a varios años de distancia de los hechos. El relato se compone remarcando mediaciones. Mediaciones: materiales, versiones. Conjeturas; incluso la lista de obras utilizadas para la escritura de este libro (desde La voluntad de Caparrós y Anguita hasta las Memorias de Gorriarán Merlo, pasando por Usos del pasado de Claudia Hilb o Un enemigo para la nación de Marina Franco), que, detalladas en las páginas finales del libro, indican expresamente que, entre la escritura y su objeto, hubo capas de lectura.
Mediaciones, entonces. Que en algunos pasajes de Quemar el cielo van a resolverse, empero, en una ilusión de inmediatez, en la posibilidad narrativa de tocar los hechos, su verdad vivencial, su propia crudeza, su más feroz contingencia. En los verbos y su conjugación, ese pasado se hace presente. Por una parte, la de la investigación ficcional, hay un presente que indaga un pasado; por tratarse de ficción, precisamente, ese pasado en otras partes se presentifica.
Mediación, inmediatez: ¿no se dirime acaso esa cuestión ya en el comienzo de la literatura argentina? “El matadero”, de Echeverría, cuento político fundacional, escrito cerca de los hechos pero como si se estuviese lejos (diciendo “en aquel tiempo”, etc.), ficción de distancia cronológica que terminó volviéndose real, ya que el cuento terminó publicándose al cabo de treinta años. Luego Amalia, de Mármol, novela política con forma de novela histórica, es decir como si los hechos, rigurosamente contemporáneos en ese 1851, hubiesen quedado desde hacía mucho tiempo atrás. Tratar de ponerse a distancia, por medio de la literatura, de los hechos políticos inmediatos.
Francine Masiello estudió, en su momento, la manera en que varias novelas argentinas escritas durante la dictadura, se vieron forzadas a la mediación, por estar sometidas a la censura: no pudiendo decir las cosas directamente, debieron recurrir a la alusión, al ciframiento, a lo indirecto; sumar capas y capas de voces y discursos, subrayar la mediación verbal respecto de la realidad política de la que se ocupaban. Los hechos, una vez más, estaban cerca. Y la literatura, como tal, fabricaba una distancia.
Para Mariana Dimópulos, en 2019, los hechos, esos mismos hechos, ya no están cerca en el tiempo. Ese pasado político va empezando a ser histórico, y puede que ya lo sea. El pasado de la militancia, el pasado de la represión. Quemar el cielo asume las mediaciones: las despliega, las recorre. También busca traspasarlas. Es esa la forma que busca: reunir pistas, huellas, textos, testimonios, ponerlos de por medio; pero para dar por fin con la posibilidad cierta de tocar lo que pasó, de entrar en contacto con eso: “Me espera una mujer que, según lo acordado, me pondrá en contacto con otros sobrevivientes”.
Ese contacto, claro, no será con la víctima, esa prima de la que se quiere saber, sino con un compañero de militancia (“Creo que Lila está muerta y que él es el culpable”), con un enemigo circunstancial (un conscripto en el ataque al cuartel de Monte Chingolo: “…y en eso ahí la veo (…). Es un segundo que nos cruzamos la mirada”. Y sobre todo, con su victimario, con uno de los represores: “¿Cuándo vio a Lila por última vez?”, y él: “La vi”. Salvadas las distancias, o salvando las distancias, es ese el encuentro que se obtiene. Es ese el cara a cara que se da. Claro que el cara a cara habilita siempre un cuerpo a cuerpo. Y que ese cara a cara, convertido en cuerpo a cuerpo, depare la posibilidad de la acción.