Tuvo que interceder un galardón, el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo (México) para que La cloaca, de Guillermo Ferreyro, pueda ver la luz. Al fin, esta historia que vibra en las manos es publicada en simultáneo por la Universidad Veracruzana, allá, y el sello independiente Paisanita Editora, en la Argentina. No es un detalle menor: la obra, por muchas virtudes, ya está en el haber de la literatura nacional. Un relato de iniciación contado a modo de memorias, que arranca en tiempos de la muerte de Perón. Es en ese momento cuando el protagonista-narrador, con 11 años, descubre que frente a su casa, en el cruce de las calles Camarones y Juan B. Justo de Liniers, hay una tapa metálica por donde se puede acceder al mítico arroyo Maldonado (el “intestino grueso de la ciudad” que nace en La Matanza) que atraviesa once barrios de Buenos Aires y vomita sus aguas servidas en el Río de la Plata. Si ingresar a lo prohibido es pura aventura en épocas de infancia, al llegar la juventud ese descenso pasa a ser también un amargo entendimiento de las bajezas humanas: perversiones, mezquindades, desapariciones y malos tratos.
Más tarde, cuando el narrador alcanza la madurez (tiempos de la dictadura, la Guerra de Malvinas y los vaivenes democráticos), se le hace efectiva la comprobación de que el mundo de arriba huele igual de fétido, sea familia, colegio, Iglesia o Estado. ¿La sorpresa? La presencia de unos camarones que se desarrollan en las aguas nauseabundas del Maldonado y que son base para tortillas, guisos y otros menjunjes que provocan, entre los comensales, diversas reacciones que van desde la violencia al poderío sexual. Además, la posibilidad de inocular huevos de un “Supercamarón” en las cloacas del Reino Unido, y desarrollar así una peste destinada a vengar la memoria de los chicos muertos en la guerra.
Con semejante relato en sus espaldas, ¿quién es Guillermo Ferreyro? Este porteño del 63, hincha de Vélez, mucho antes de decidirse a dedicarse de lleno a la escritura supo alternar el overol y el traje: fue químico, imprentero, vendedor ambulante, maestro de escuela, pintor de brocha gorda, artesano, periodista y consultor publicitario. A los 50 años se dijo que era el momento, y un año después, en 2014, obtuvo el Premio único de narrativa Sor Juana Inés de la Cruz (México) por Pinturitas, conjunto de relatos que todavía no se editó en el país. Luego le llegó el galardón Sergio Galindo, y este año le otorgaron uno más, el Premio Internacional de novela Kipus (Bolivia) por Mal Trato.
Se impone una advertencia: a quien decida bajar al submundo de las cloacas de Buenos Aires se le permitirá llevar en la memoria otros descensos infernales, por otras “heridas” urbanas: sean los cuentos míticos de los caimanes ciegos en las alcantarillas de Nueva York o los deliverys de pizzas de las Tortugas Ninjas; sea el pozo de los sueños de Carroll o el hueco en el ombú hacia la Cacodelphia de Marechal. Porque todo corre por La Cloaca (todo ahí se mezcla), y porque Ferreyro, como buen narrador, supo hacer discurrir a través de esas remembranzas literarias un nuevo relato, personal, de escritura salvaje, denso de imaginación, de ingenio, de humor, y sobre todo, poseedor de un arriesgado (y acertadísimo) juego con el lenguaje. Atributo nada menor, en tiempos del reinado de las novelas autoanalíticas.
–¿Cuál fue la génesis de La cloaca?
–Surgió a partir de una pregunta que me hizo mi hermana cuando yo tenía 10 años: ¿por qué la calle en la que vivimos se llama Camarones? Le dije que eso era porque debajo de nuestra calle había un arroyo entubado en el que había muchísimos camarones, y que lo sabía porque justo frente al umbral de casa había una tapa redonda, negra, de hierro fundido por donde era posible descender a las entrañas de ese mundo. El arroyo Maldonado es una gran cloaca de la ciudad de Buenos Aires, y en mi niñez y adolescencia, juntos con mis amigos, bajamos muchas veces a explorarlo. Por supuesto, en esos derroteros impulsados por la necesidad de hacer travesuras y vivir aventuras, se empezó a construir en mi imaginario la metáfora del inframundo. Como un espacio donde se conservan los desechos individuales de la vida cotidiana y de la vida de un país. Me pareció una metáfora interesante, lo que podía haber sido un arroyo para navegar lo cerramos y mandamos a través de él toda nuestra porquería.
–La novela acompaña al protagonista en un ciclo histórico que va desde el 74 hasta principios del nuevo siglo y, entretanto, el lector asiste a un retrato amargo del país.
–Lo que pasa es que fueron los años más cloacales de la Argentina. Fue uno de los tramos más angustiosos de nuestra corta historia. Porque pasaron tantas cosas dolorosas. Y hoy siento que estamos como esa espiral de agua turbia que casi se traga al protagonista, es decir, girando en círculos y donde cada giro es ir cada vez más abajo. Ese es el efecto que me parece que tiene nuestra historia. No es que se repita exactamente: es lo mismo pero circulando hacia un lugar cada vez más abajo, más oscuro, lamentablemente.
–Así como hay túneles en ese arroyo entubado, la novela propone muchos otros recorridos y uno de ellos es mostrar al lector la decadencia de las instituciones…
–Claro, el protagonista asiste al proceso de putrefacción de todas las instituciones: la familia, el matrimonio, la iglesia, las Fuerzas Armadas, y sus consecuencias palpables: la guerra, la violencia, la discriminación, la represión. Ese proceso se articula en un ambiente disparatado, donde ironía, sarcasmo y humor negro son grageas que ayudan a digerir y evacuar los efectos tóxicos de la amistad, el amor y el sexualidad.
–Sobre lo disparatado… tu novela no le escapa a ciertos momentos que podrían calificarse de excesivos, es decir, desviaciones del centro de la historia. ¿Fue un mecanismo deliberado?
–En general a mí me gustan mucho los momentos de exceso en las novelas, las hipérboles, el irse por las ramas. Como lo hace Laiseca, por ejemplo. Por supuesto que es peligroso, porque podés perder la historia en cualquier momento. Pero tampoco le tengo miedo a eso, porque me parece que es un juego interesante, es decir, mientras uno va escribiendo no cercenar las nuevas historias que aparecen, y dejar libre ese fluido histórico.
–Elvio Gandolfo, en el prólogo, referenció a Huckleberry Finn; Carlos Chernov, en la presentación en México, recordó a Caulfield de Salinger, y uno podría agregar otros momentos literarios del descenso al inframundo, incluso del cine y el comic. ¿Fuiste consciente que todas estas lecturas iban a desembocar en La cloaca?
–Sí, porque hay un entrecruzamiento con todo eso. Algunas referencias, claro, me sorprendieron. Pero sí, hay mucho juego en la novela, incluso mucho del comic. Es que el aspecto disparatado que tiene mi novela no lo quise perder, porque para mí es una obra disparatada, donde llevás al lector al límite y a que, en un momento, se pregunte “pero, ¿será verdad lo que me está contando?”. Ese efecto yo no lo quise perder, y para lograrlo estuve trabajando dos años y medio. Es que había muchas historias por contar, muchas historias que de chico me imaginé mientras bajaba y subía, por ejemplo la experiencia del olor, la experiencia del peligro… yo tenía muchas cositas escritas acerca de eso, y un día las pude juntar. Mientras escribía esta novela leí mucho a Stevenson y La isla del tesoro, porque yo quería conseguir ese ritmo de aventurero a las excursiones al inframundo.
–¿Creés en la importancia de los premios?
–Yo siempre escribí cosas para mí y nunca me había preocupado por publicar. Hace algunos años algunos amigos me dijeron que mandara a concursos, y lo hice. Cuando ganó mi primer libro, arranqué, me enganché. En algunos premios no creo pero hay otros que son bastantes imparciales, de hecho me eligieron a mí que soy un tipo que nunca había publicado. A los concursos los encuentro como un mecanismo de dos patas: vivir de la literatura y publicar. Aunque hay muchas editoriales, no es tan sencillo que lean algo tuyo y te lo publiquen. De todas maneras, si tu laburo es bueno, tarde o temprano se publica. Diría que el que escribe para publicar mejor que no lo haga, porque cuando vos escribís, escribís y no hay más vueltas.