En un cuento de Gracias por la compañía que se llama “Alas”, Lorrie Moore traza una historia de decadencia en varios niveles: KC, una mujer de treinta y pico, todavía hermosa pero en vías de quizás no serlo, está en pareja con Dench, un tipo que en un momento le pareció genial y ahora, como suele suceder, le está empezando a parecer patético. Dench subestima a la novia, la usa para que le vaya a comprar café todas las mañanas, nunca quiere decir de dónde saca la plata y hay una especie de pacto entre los dos por el cual ninguno dice lo loser que es él. En un momento KC conoce a Milt, un anciano que vive en el barrio, y empiezan a hablar. Él la invita a comer un muffin, se hacen amigos, le presta su piano y, si bien por un momento parece que ese encuentro les va a habilitar a los dos cierta posibilidad de salvarse —es lo que otrx escritor hubiera hecho, pero no Moore—, pronto entablan una de esas relaciones que no nos hacen precisamente mejores, sino más bien ponen de relieve la tristeza que llevamos dentro en toda su fealdad. Parece incluso que se juega algo del orden de la verdad vital en ese gesto de destacar la sordidez. Nada de "ver el lado bueno”: la anécdota que el viejo recuerda de su mujer, médica oncóloga, es que antes de morir ella recitó a los gritos los nombres de todxs lxs niñxs que no había conseguido salvar, como una lista negra o una plegaria. Es eso lo que importa, a fin de cuentas: lo que se escapó de entre las manos, lo que salió mal. La falla (por eso la profunda ironía de ese otro libro de relatos de Moore que se llama Autoayuda y es su contrario). Pero eso sí: Lorrie Moore construye lenta y detalladamente la fealdad para después apoyarle la emoción encima: “Un mundo terrible. Un cielo precioso. Ésa parecía siempre la clave”, dice Milt.
Hay algo generacional en todo esto: Moore, nacida en 1957, forma parte de las primeras promociones que experimentaron en la adolescencia, las primeras que se divorciaron a mansalva, que no se aferraron a la idea de ser una familia hasta el final y a cualquier precio. Quizás por eso, en Gracias por la compañía como en otros libros, aparece un recorte de ese gran territorio de una vida que se percibe como un “después”: después de la juventud, después de los comienzos, después del optimismo, así como en Autoayuda aparece el después del divorcio o después de la muerte de la madre. La adultez es saber que todo está roto y, más que arreglarlo, nos vamos a morir, tanta precariedad que aplasta. Y esto nos lleva directo a Hospital de ranas o, según la traducción de Inés Garland que publicó Eterna Cadencia respetando el título original, ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? Esta es la segunda novela de Lorrie Moore, se publicó por primera vez en 1994 y captura, a través de la amistad entre dos chicas, esa especie de polvillo dorado que recubre cualquier adolescencia, hasta la más mediocre —incluso Carrie White tuvo su noche de fiesta—, solo porque el tiempo no ha pasado todavía.
El hallazgo de la novela no es tanto retratar la amistad entre Berie Carr y Silsby Chaussée, que de hecho es asimétrica y, como muchas amistades a esa edad, tiene algo de amor no correspondido (no porque haya connotaciones lésbicas, sino porque las chicas nos amamos así). Es otra cosa, algo que se desprende de las descripciones de ese verano en el pueblo de Horsehearts en el que las amigas trabajaron en un parque temático llamado Storyland, Berie ridícula en su traje, Silsby preciosa como Cenicienta, y el mundo parecía acompañar, incluso desde el canto de las ranas, ese estado de cosas abúlico y perfecto, si es que la perfección existe sobre esta tierra, en que lo único que importaba para Berie era que Silsby estuviera ahí. La amistad de ¿Quién se hará cargo de hospital de ranas? es pura infancia, un estado de comunión sin palabras, lo opuesto de la pareja y sus conflictos y rencores, de la conversación interminable para analizar y aclarar y explicar: solo dos chicas que pasaban tiempo juntas, no se decían mucho, exploraban, pero cada una le hacía el mundo vivible a la otra.
Se necesita un contraste, por supuesto, y el gran acierto de la novela es que todo se recuerda desde un presente donde asistimos al fin, o al comienzo del fin, o a esa agonía que puede durar años, de un matrimonio. Es ese contraste, ausente en los relatos de Gracias por la compañía (que por eso es un libro más duro) y que en Autoayuda se intenta generar a través del recurso de contar desde adelante hacia atrás, lo que hace que ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? sea un dardo tan certero: los personajes son como zombies, el mundo se ha derrumbado pero quieren amor y harían cualquier cosa para conseguirlo. En Berie Carr, es la conciencia de que está arruinada lo que se clava como una espina, la idea de que no siempre estuvo amargada. El fracaso es menos terrible; fracasados son todos porque en el universo de Moore no parece haber otra opción más que fracasar, aunque sea en el sentido de convertirse en una persona más dura.
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? recuerda dolorosamente que hubo un antes. Ese tiempo de espera que empieza en la niñez y termina en la adolescencia —y en la novela se corresponde más o menos con el momento previo a empezar a coger, a que las mejores amigas se separen para ir en pos de los varones— no tiene nada maravilloso en sí mismo salvo, quizás, la maravilla de haber sido más puro. Más abierto al mundo. De haber sido alguien que esperaba algo, y Moore lo dice con todas las letras, con metáforas transparentes. Esto que solo puede constatarse retrospectivamente, así se construye la melancolía: solo porque la vida se endurece, y la memoria existe, puede captarse en el contraste que algo se apagó. Por eso tiene tanto sentido que ésta sea una novela que va y viene del presente al pasado; el pasado no fue mejor, pero no deja de poner de relieve que éste no era el presente que le correspondía. Algo se ha desviado irremediablemente, ser adulto es eso. Y la narradora puede decirlo con la compasión que nadie tiene en Gracias por la compañía, puede incluso decir que lloró en un auto mientras manejaba por la ruta.
Pero si la novela es brillante no es solo por lo que dice —siempre muy bien dosificado y muy poético, nada es show, don’t tell en esa novela— sino por el modo en que construye lo sensorial a través de las descripciones: el modo de presentar de un plumazo la vida matrimonial es poner a una pareja a comer sesos en un restaurante de París, algo pegajoso y repugnante en lo que sin embargo se puede encontrar cierto placer. Pero es un placer rancio. La juventud en cambio tiene que ver con un cuerpo que sabe que tiene un cielo estrellado sobre la cabeza, aunque esté metido en asuntos mediocres, o que atraviesa un verano con puntos de sordidez con el canto de las ranas de fondo como garantía de que existió, y en algún lugar existe todavía, la infancia. Hay algo de cuento de hadas en la novela, incluso con lo aburrido que parece Horsehearts, el pueblito de ficción donde transcurre. Algo de bosque encantado en los pantanos donde los varones disparaban a las ranas y las chicas les sacaban las balas del cuerpo y las vendaban, porque sí, para proteger algo. Pero no es porque en el bosque, el pueblo o el pantano hubiera pasado nada genial, ni siquiera una aventura; se trata apenas y nada menos que de haber existido de modo más pleno, antes de esta adultez desvitalizada donde no hay pasarla bien sin tratar de pasarla bien o sin decirse a una misma “lo estoy pasando bien”, donde ya no se puede volver a reunir los pedazos.