Podemos afirmar que las grandes tradiciones políticas evitan asociar culpa y política. ¿Pues no es la sombra terrible de Maquiavelo la que nos hace sobrevolar esa asociación? ¿Incluso para negarla? Cuánto más, si el florentino trató de mostrar el crimen en las esferas de poder como el prolegómeno de un horizonte de orden. Sin embargo, el modelo de político recomendado por pensamientos un poco más convencionales que los de aquella figura trascendente y ubicua del siglo XVI, siempre deseará asumir su opción de hierro. Sabe que vive un drama, entre la responsabilidad y la convicción, entre el caos violento y la locura creativa, entre la vida enlutada y el bullicio de la plaza. Y también, entre el tiempo y la sangre. Entonces el político tiene que elegir o confundir su conciencia en la trituradora de esas opciones. Sabemos que cualquiera de estas alternativas corresponde a tramos conocidos de la historia nacional. Y sabemos también que lo que se elige siempre carga porciones de lo que se quiere evitar. Quien se dedica a la política no debe buscar éxitos, sino en primer lugar comprender estas disyuntivas. Al tenerse en cuenta esta perspectiva ética, todo lo demás llega.
Pero hay algo inquietante que el verdadero político nunca hace. Poner la culpa fuera de sí. Su honra es la de cargar con faltas, negligencias y omisiones que, en tal caso, no proyecta fuera de sí. Un hombre o una mujer de esta talla nunca se halla fuera de sí. Sabe meditar sobre sus abandonos y sus imperfecciones. Pero veamos ahora. En este momento atravesamos una sorda discusión en torno a la caída y la culpa, ambos conceptos de remoto origen religioso, cuanto menos sacerdotal. Desmintiendo los grandes ciclos políticos donde la acción humana quiere apartarse de la noción de culpa, el macrismo --sus representantes mayores, Macri, que da nombre al sórdido grupo, más los derrames bufos de Carrió--, lanzan una serie de amorfos dicterios e insolencias provocativas, que intentan introducir una extrema noción de culpa en el movedizo presente del país.
El movimiento torpe pero peligroso que realizan es fácil de rechazar. Porque intuitivamente lo interpretamos como el recurso de un hombre oprobioso, que en su núcleo profundo de caprichosa destructividad, quiere desviar y atribuir a otros el origen de los males que ha provocado. Los dirige hacia la figura de aquellos que se le oponen con verdaderas evidencias de triunfo. Los que quieren disolver esos males son acusados de provocarlos. En estas condiciones, que al movimiento de los justos que recorre el país se le endilgue una infracción electoral --precisamente por ganar unas elecciones develadoras--, podemos considerarlo el precio de una épica. Es que la absurda injuria que recibimos de unos papanatas, en estos mismos momentos configura la epopeya electoral del reconstituido pueblo argentino. La imputación de culpa o de desorden, a lo que es un insinuante gesto de salvación moral e intelectual, compone una situación nueva. Acusar a quienes triunfan electoralmente de ser causantes de las rajaduras crecientes de un plan económico que siempre combatieron es ridículo en su forma conceptual. Pero con pegajosas hilachas de chantaje moral en su superficie fallida.
Cuidado con ella, pues lanzar acusaciones a otros por las responsabilidades que de veras debo sentir como propias es un conocido recurso de la conciencia degradada, hecha trizas. Así es la conciencia pública e íntima del macrismo. Es la que se exime a sí misma de los daños producidos, haciendo excepciones beneficiosas para su destrozado interior. Estas incongruencias solo pueden salir de una corriente tortuosa de la conciencia. Para excusarme de las averías que cometo, debo enceguecer una zona muy amplia de mi discernimiento, y de no caer en el cinismo profesional, solo puedo convertirme en un aturdido personaje. Ofuscado por los aullidos rencorosos de mi corazón. El macrismo se ha convertido así en la máxima expresión de la grave alienación de una fracción de dirigentes de una elite financiera que crecieron a la sombra del estado, de las concentraciones comunicacionales y de un señoritismo que se jactaba de la amistad con jugadores de fútbol y del festejo de cómo la globalización hería a las deterioradas tradiciones comunitarias y sociales. Pero es en ellas que seguía latiendo el “no puede ser” y el “a pesar de todo”, pues con eso nos recobraremos.
Ellos tenían vida de ganadores, pero ahora, demudados, conocen lo que es la tragedia y la comedia, y a ambas las representan mal. A la primera, sin la gravedad correspondiente. A la segunda, con lloriqueos tramposos en un notorio balcón. Por eso es de gran magnitud la maniobra que pone la culpa del desastre de ellos, precisamente sobre los que vienen a sacarnos de tal desastre. Este firulete de arlequines fracasados, aún puede enturbiar la discusión pública. Y así, resguardar las ya insustentables posiciones del gobierno que solo se reúne para calcular y arrojar con desdén sus sermones culpabilizadores. Ignoran la tragedia colectiva que generaron, alentados por una última legión de coraceros, a los que les hablan con el estilo de ternura amenazante creado por las performances de Luis Brandoni.
¿Pero acaso no parece fácil resolver la cuestión de la culpa a través del simple expediente de dirigir la mirada a los que gobiernan? ¿No fueron ellos con sus oscuros lazos con las finanzas mundiales, los que contrajeron los desaforados empréstitos? ¿Por qué pueden negar entonces que la responsabilidad esté localizada en su propio vientre temblequeante, para situarla en los ganadores de las elecciones que se expresaban en contra de ese mismo desbarajuste económico? Quizás porque un encadenamiento de efectos visibles, ya sean superficiales, rudimentarios o frívolos, produce un movimiento observable que se clava sobre la piel rasa de los acontecimientos. Y es en ese ilusionismo, como el del electrocardiograma del dólar, donde muchos pudieron creer que en la tranquilidad de los llamados mercados y en el sosiego de los movimientos bursátiles (¿pero alguna vez existió eso?), residía la suerte de las vidas golpeadas. Es que esas abstracciones financieras producen efectos con cierto sesgo antropomórfico. O sea, el mercado convertido en un ser que respira, siente y habla por nosotros. Nos portamos mal y nos castigaban como Dioses del Riesgo País, enfurecidos, sacudiendo sus pensamientos, hechos de cálculos sobre bonos, intereses y precios futuros del dinero. El macrismo nada sabe de los suplicios de Tántalo o Sísifo, pero con la misma arbitrariedad de los venerables dioses antiguos, creía que los que sufrían lo hacían por amor a ellos y que los que resistían sus planes traían un mensaje de inestabilidad social.
Su póstumo tramo los llevó a soñar la eliminación de la parte más elocuente del cuerpo electoral de la nación, si este no les confirmaba sus actos de marionetas impunes. Fingieron estar dentro de la vida política, hablaron de república y mentaron el pluralismo, sin olvidar muchos otros ítems del elenco de virtudes enumeradas por los nuevos Montesquieu o Tocqueville, esos profesores de “management and human behavior” que arruinaron buena parte de la lengua política del país. Y así consiguieron arribar a la idea de culpa. Si los patriotas del siglo XIX tuvieron angustia, los pueblos del siglo XXI debían tener culpas si no se avenían a una nueva ética salida de los laboratorios de franquicias que fabricaban a los políticos de la nueva era, hombres y mujeres expelidos en cadena por la coalición mediático, comunicacional y judicial. Solo había que aprender a hablar con susurros babosos y masticando frases aprobadas por el manoseo de un cuerpo de consultores en “psicología de masas”, ahora llamadas neurociencias o cualquier otro rótulo al paso.
Las palabras de Macri parecían una secreta respiración que empañaba con su aliento baboso todas las fugaces conversaciones de la ciudad. Eran como un tambor de gas a punto de explotar en cualquier vivienda, una patada policial salida desde el Estado para voltear a los que arrastraban su penuria por la ciudad. Pero eso no va más, una nueva elección confirmará que a último momento nos apartamos del abismo, no solo cuestionando un plan económico sino las fórmulas oscuras que se emplearon para legitimarlo. Y se acabarán las disquisiciones exculpatorias del gobierno, que decía protegernos con el mismo plan con el que nos amenazaba. Se hizo añicos el achatado sueño de desprenderse de la historia argentina, que por cierto nos reclama que retomemos sus caminos embarrados y sus huellas agitadas. Entonces se producirá un indefinible sentimiento, el retorno del país, ese mismo país al que se quería hacer cargar con una mácula forajida, solo por haber querido redimirse con un alegre cantar de gesta.