“Una mala madre. Como todas”, dice Elena de sí misma cuando su hija Ema le pregunta cómo es como mamá. Ella debería saberlo, de hecho lo sabe pero entre ellas se instaló muy temprano una ráfaga de viento helado que las distanció para siempre. Médica de profesión pero entregada a la materia del amor romántico, Elena se convirtió en lo que su marido quiso que fuera, una mujer para él. Agobiada por la entrega que demanda la familia como institución organizada en torno al hogar y los rituales, Elena solía encerrarse en su auto a leer o respirar el aire viciado de su nave. En esa tarea estaba cuando su hija Ema cayó trepando una escalera. En esos segundos antes de caer madre e hija se miraron y supieron demasiado sobre la otra, tanto que ya no pudieron mirarse a los ojos. Ema tenía 11 años y su recuperación tardó los meses que sólo una mujer pudo soportar con su cuerpo: Juvencia, una mucama de uniforme que le cantaba en guaraní y le frotaba las plantas de los pies con pomadas mágicas para que pudiera, finalmente, ponerse de pie. Pero Juvencia fue despedida y Ema creció extrañada, como si esas vértebras rotas fueran porcelanas pegadas con la gotita.

Adriana Riva (Buenos Aires, 1980) pone uno a uno los ladrillos que construyen esta historia con la paciencia de una narradora que confía en la construcción del detalle. Esa confianza en lo mínimo no le quita potencia a las acciones: el accidente y la recuperación son todo lo terrible que pueden ser una niña en posición horizontal penando la ausencia de su madre y la entrada a la adolescencia de sus amigas.

Este es el segundo libro de Riva, ya que Angst (Tenemos las máquinas, 2017) fue su entrada al mundo literario con cuentos tan hipnóticos como este largo relato donde los viajes van marcando el pulso de un desencuentro en espiral: el de las madres con las hijas. Riva escribe sobre ese vínculo, desidealizándolo, por eso la madre que recrea es una que las contiene a todas, y ella a su vez tiene varias vidas además de ser la madre de Ema. En esa mamushka de territorios y resentimientos se arma la rosca, que se bifurca en la hermana mayor, que fue madre soltera y múltiple demasiado joven como para que alguien pudiera contenerla y Sara, la tía soltera y millonaria que supo hacer de la sal su fuente de éxito y prosperidad. En esa tierra blanca y sólida, se construye una historia familiar que incluye un pueblo dividido en dos, Macachín, y una identidad judía de la que las hermanas se enorgullecen pero Elena encuentra con el tiempo vergonzante.

Ema vive angustiada: “Mi rama materna es una huella borrosa, que flota en algún lugar” piensa mientras crece en su panza una hija mujer que vendrá a actualizarle todos los reproches contra la madre que no tuvo o la mamá que quisiera ser y ya no es. Un marido lejano y un hijo desprendido no la completan, solo la vuelven obsesiva de Elena, la mamá que no la miró, o que no quiso verla cuando ella más lo necesitaba. “Quería ser huérfana. Hasta que empecé a crecer” dice para reafirmar en esa obsesión por su madre la razón de su vida y también el amor rabioso, la búsqueda de contacto, las preguntas de la mente como disco rayado y finalmente, la desilusión.

“Lo difícil no es morir, difícil es sobrevivir a alguien” dice Elena sobre la pérdida de su marido, unos años antes, muerte que la dejó sin rumbo y sin ancla, y en esa afirmación deschava que su obsesión va por ese lado: la vida social, las apariencias y el romance espléndido por un varón que, a su vez, miraba para su propio lado: los negocios.

Vale la pena sumergirse en esta novela que le pone sal a una herida que todxs conocemos y que Riva se anima a narrar con crudeza, porque en ese amor primigenio se fundan todos los otros modos de amar.