Narrador entre poetas, Luis Alberto Beto Steinmann (Eldorado, Misiones, 1982) eligió como título de su primer libro de relatos una cita modificada del "Romance sonámbulo" de Federico García Lorca, aquel que famosamente comienza "Verde que te quiero verde": "Pero yo ya no soy yo / ni mi casa es ya mi casa". De esa confesión de migrante surge No era yo.

Realista a lo Raymond Carver o a lo Chéjov, presentado a mediados del mes pasado en la ciudad donde reside su autor y trabaja como editor del sello que lo ha publicado, No era yo es uno de esos libros de perdedores que ayudan a no balearse en un rincón, como dice el tango. Los personajes de sus relatos están atravesados por un malestar existencial tan vívido, el lector los percibe tan incómodos entre la sociedad triunfalista provinciana de la chata Rosario, y el autor narra sus desventuras con tanta empatía y un humor tan amable que es posible no sólo reconocerse en ellos sino perdonarse.

"¿Cuánto tiempo falta para que se diga de nosotros que somos unos hijos de puta?", pregunta Andrés, un alter ego del autor.

La grandeza de Beto Steinmann como narrador no radica sólo en la eficacia casi poética de su prosa, en sus líneas de diálogo que cortan el aire viciado de tabaco y encierro como puñales. Buenos escritores realistas en la región hay muchos: Carina Radilov Chirov, Franco Rosso, Francisco Bitar. Pero muy pocos logran aquella proeza moral donde radican el éxito popular (y la derrota académica) de un Soriano, de un John Steinbeck, o de un Bukowski: esa capacidad de aceptación de lo que se está contando, esa íntima o autobiográfica cercanía con el pueblo trabajador al que se refiere en sus relatos.

Y sin embargo, su disposición a reflexionar sobre la propia existencia separa de su entorno nativo a estos personajes demasiado, para su propio gusto, pegados a lo real. Aunque tampoco el mundillo académico los recibe. Quedan varados a mitad de camino entre el punto de partida y el punto de llegada. Y no se mienten a sí mismos al respecto, ni siquiera cuando alucinan con el maillot de arlequín de Freddy Mercury o con la vida como una película feliz. Engendrados por cuerpos fuertes pero destruidos que cargan el agobio de tareas durísimas, hijos de hacheros o de obreros de la construcción, demasiado cerca del alcohol como para no embeber en él dolores tan emocionales como físicos, miran el horizonte de la literatura desde lejos. No son ni Horacio Quiroga ni sus mensúes. No son Walsh, ni son el Quiroga que Walsh inventó entrevistando a sus selváticos vecinos.

Estos personajes existen sin ser, como cualquiera de nosotros. Y sufren. Pero callan, sabiendo que algunas cosas no se dicen.

Existen sin ser, lo mismo que cualquiera de nosotros. Y sufren. Pero callan, sabiendo que algunas cosas no se dicen. Las masculinidades en caída libre de Steinmann, siempre en falta ante el padre machazo, en el futuro serán a la Argentina neoliberal de los '90 de sus adolescencias lo que los mexicanos de Steinbeck a la Gran Depresión de los años '30 del siglo pasado: retratos de sujetos dislocados habitando un margen social al que no saben que fueron empujados, sabiendo que el centro ni los mira y para colmo podría estar vacío.

"¿Cuánto tiempo falta para que se diga de nosotros que somos unos hijos de puta?", pregunta Andrés, un alter ego del autor, al final del primer cuento del libro. Y le responden que no importa, que "ahora nadie lo piensa". Un diente caído es la perdición de un laburante urbano. Un logrado monólogo de borracho a lo "Haircut" de Ring Lardner lleva por título el de una canción de Simon and Garfunkel, y lo particular es que el monologuista se emborracha en el mismo bar donde dejó su curriculum, porque "aceptar la derrota es ser mozo", como dicen Andrés y sus amigos al comienzo del libro. Él está furioso consigo mismo porque ni siquiera puede ser Bartleby, aquel personaje del cuento homónimo de Melville que encarnaba la resistencia pasiva a la explotación a través de la inacción extrema. Si hay alguna filosofía es la del perdedor recalcitrante a la ruleta, quien repite como un mantra: "No se puede ir en contra del mundo".

De un pueblo misionero donde paraguayo es un insulto y la idea de una subjetividad transexual ni siquiera existe, a una Buenos Aires donde se sale a buscar trabajo y sólo se consigue vino en lo de los chinos, los personajes de Steinmann deambulan sin salida. En el camino encuentran perlas para una sociología salvaje, como el tipo que grita en pleno subte: "¡Parece que tengo un cartel en la frente que dice 'Cáguenme'. ¿Qué hago mal yo, qué hago?" Mientras tanto, la memoria de la niñez se va borrando, el padre se desdibuja y la única idea que nace, en medio del abandono y del olvido, es prender fuego la casa.