16 de agosto

Entre San Lorenzo y Rosario, como la mayoría de los sanlorencinos que decidimos estudiar, me pasé todos los años de la carrera viajando en el Expreso (que solo hizo justicia a su nombre cuando habilitó su línea por autopista). Fueron años enteros de hacer, todos los días, el mismo viaje. San Lorenzo no está tan lejos como para que valga la pena mudarse a la ciudad universitaria pero sí lo suficiente como para que el viaje pueda volverse un fastidio si uno no encuentra la manera de habitarlo. Así el colectivo acaba siendo la ocasión para la siesta, el estudio, la autoinspección y el enamoramiento.

Esa es otra ventaja de los colectivos por sobre la moto: la posibilidad, express, de enamorarse. Infinitos amores de hora y media, conjeturales, silenciosos e inintencionados, que se olvidan ni bien se pisa la calle, tras bajar los escalones inciertos de la parte trasera.

Algo tiene el colectivo que propicia este fenómeno. Se trata de un lugar distinto a cualquier otro, una heterotopía donde se suspenden las reglas que rigen los espacios que habitamos usualmente. En el colectivo asistimos a un espectáculo difícil de presenciar en otras situaciones: la visión de la intimidad del otro. El otro -nos ponemos benjaminianos- se nos presenta envuelto en su aura: cercano y a la vez distante, es una lejanía imposible de superar aunque esté, literalmente, ahí nomás, al otro lado del pasillo, leyendo, maquillándose o, simplemente, mirando por la ventana.

Los colectivos, las redes sociales y los diarios íntimos se parecen: son espacios en donde la intimidad se vuelve objeto de contemplación y que atraen, con sus artificios, al espectador fascinado para perderlo en aquello que es imposible de apropiar.

Ahora esos amores etéreos son cosa del pasado: viajo menos y el celular se impuso por sobre la siesta, el estudio y la contemplación. (El celular junto a esas cortinitas que tienen algunos coches de larga distancia, que transforman el asiento en cubículo, han cambiado para siempre la experiencia del viaje).

19 de agosto

El viernes fui a Rosario en colectivo. Un viejo amigo me había invitado a ver una obra en la que trabajaba. Planeaba leer todo el viaje. Apenas pocas paradas después que yo una chica subió, se sentó al lado mío y no se bajó sino hasta el final del recorrido. Yo continuaba la lectura de Literatura argentina y política; la chica iba leyendo también. Como suele suceder, no pude verle la cara y no había forma de hacerlo sin quedar como un idiota o un acosador. El libro que ella leía, lo pude ver de reojo, era el Facundo. Una chica de letras (¿quién más lee el Facundo?) y sin rostro, entonces. La proximidad corporal con extraños es otra de las cosas que solo ocurren en un colectivo.

Cada vez que la chica daba vuelta una hoja de su libro o que sacaba de mochila una masita de un paquete que tenía dispuesto dentro de manera tal que no hiciera falta sacarlo, avanzaba su brazo sobre mí con total despreocupación y su codo, expandido por la campera inflable que había decidido no sacarse aunque el colectivo tuviera la calefacción al máximo, tocaba el mío y lo empujaba. Lo hacía de manera tan natural, grosera incluso, que si un tercero lo hubiera visto desde fuera habría pensado que éramos de esos novios de mucho tiempo cuya relación consiste casi exclusivamente en superponer los espacios de cada uno e incomodarse mutuamente. De modo que, en lugar de provocar la leve inquietud que pueden producir los gestos de proximidad e intimidad de mujeres que no conocemos (el roce como signo de lo erótico), todo el asunto me inundó de una pesada y gomosa incomodidad que duró la hora y media que duraba el viaje y que apenas me dejó concentrar en la lectura.

Cosa frágil el aura de los otros en el colectivo: el misterio puede trastocarse en hastío con el solo movimiento de un brazo.

En la moto, en cambio, el viaje solitario preserva de los riesgos del contacto con los otros a costa de preservar también de los placeres de su contemplación. Erótica del colectivo enfrentada al narcisismo de la moto, dejaré al paso de las estaciones la predilección por uno u otro: moto en verano, colectivo en invierno. ¿La primavera sería la estación de la perversión polimorfa?

 

Fragmentos de Moto, un diario en construcción.