Releyendo una entrevista vieja a Jorge Isaías en este medio, prócer de las letras locales si los hay, el susodicho literato dice "…mi humilde literatura tiene así un sentido. Porque cuando uno escribe, lo hace en la soledad más extraordinaria y no sabe adónde va a ir su obra, si se va a aceptar o no".

Vengo de un pueblo muy cerca del de Isaías, por lo cual su escritura para mí es un sublime placer, no sólo leerlo sino además compartir con él recuerdos, imágenes, improntas de esa niñez entre trigos y girasoles, entre vacas y caballos y repleta de polvo de tierra de los caminos, ranas cazadas para celebrar (porque no importa qué, en el campo siempre hay algo para celebrar, si no lo tenemos, lo inventamos, ahicito nomás y por cualquier motivo, aunque sea eso de celebrar la vida), tardes de pesca sin fin y los inmensos personajes que transitaban nuestro universo pueblerino….

Los náufragos tiran botellas con cartas adentro al medio del mar, esperando que alguien los rescate. Los escritores naufragamos entre mares de letras, mares de escritos diversos, multitud de libros y muy, pero muy poca gente. Es cierto, al momento de escribir uno lo hace más que nada por necesidad y no tiene la menor idea si lo que uno escribe llegará, o no, a alguien, a quién y a dónde. Escribir es un acto absolutamente solitario y que, sin embargo, tiene la pretensión de llegar a muchos.

Lo que uno escribe tiene sentido en la lectura del otro, en lo que el otro lee de lo que uno escribe, le dé el sentido que cada lector le dé, porque cada lector hace una sola lectura y cada escritor hace una sola escritura, en un acto de intimidad absoluto, por más que ambos (lector y escritor) estén a muchos kilómetros de distancia o separados en muchos años en la existencia. Por eso, retomando aquello de que la patria "es" el otro, lo que uno escribe es para ese otro, sea quien sea y lea como lea, ya que ese otro es el que le va a dar un significado propio, desde su mismo sino, a eso que uno escribió.

A mí me pasó de enamorarme de Tolkien y de su universo mágico cuando leí la trilogía de El señor de los anillos, en unas vacaciones cuando yo tenía 14 años y saqué el libro de la hoy Biblioteca Popular Constancio Vigil, que fue mucho, dicho sea de paso, pero mucho tiempo antes de que a alguien se le ocurriera hacer la película sobre la obra de Tolkien, que fue una peli que arrasó con las ventas. En esa época nadie sabía quién era Tolkien, yo tampoco, saqué el libro porque me gustó el título, nada más, y siempre buscaba algo largo para leer en enero. Después sí, investigué la vida y la obra del Maestro, pero no lo tenía, no lo conocía de antes, nunca lo había escuchado nombrar. También admiro completamente a Mary Shelley por haber escrito Frankestein no sólo a los 19 años y en 1818 siendo mujer, sino porque creo que es la obra más admirable que he leído, si no es perfecta, pegó en el poste, como diría una amiga.

Yo nunca me voy a olvidar del portero de la Biblioteca Argentina que una vez, cuando fui a dejar libros ahí, le regalé un libro mío y después el señor me dijo que toda su familia había leído ese libro y que a su hija, sobre todo, le había gustado muchísimo ese libro mío. Uno escribe para esa gente, para el común de la gente, no para los eruditos de la Academia. Al menos yo pretendo eso con mi obra, siguiendo la línea de la literatura latinoamericana que está pegada a la gente, a la historia de la gente en los distintos países, a la lengua oral, muchas veces nunca escrita y a los regionalismos propios de cada lugar, sea el lugar que fuere… A los indigenismos y a la pluralidad de lenguas que pueblan Latinoamérica que cada escritor transmite desde su lugar, como Vargas Llosa en El hablador o Miguel Ángel Asturias en Leyendas de Guatemala, Horacio Quiroga en Cuentos de la selva o José María Arguedas en Los ríos profundos o Augusto Roa Bastos en El trueno entre las hojas y etcétera, y etcétera.

El primer libro que publiqué salió en una editorial de Rosario, lo publiqué porque el dueño de la editorial era un amigo y en realidad fue más él que yo el que quería publicarlo. Yo no me animaba a publicar. Lo sacó porque le gustó mucho el libro. Ese libro llegó a Francia, Dios sabe cómo, fue mi primer libro de poesía que se tradujo al francés y lo editó una editorial para la cual estuve escribiendo después un tiempo largo. Vía mail o correspondencia a la antigua. En francés, por supuesto, idioma que amo y conozco. La editorial era "independiente", el dueño de la editorial era un señor de cierta edad, más anarquista que comunista pero venía de esa línea de pensamiento, también el grupete de gente que escribía ahí. Era un señor de cierta edad y la editorial se murió junto con su dueño, como corresponde y como es de rigor en estos casos. Es el tema de las editoriales "independientes" o de los medios de ese tenor, que sobreviven junto a su creador un tiempo y luego terminan feneciendo junto con él, a menos que el creador de la editorial tenga algún hijo que quiera hacerse cargo del monstruito.

Empecé a escribir cuando aprendí; desde que tengo memoria que escribo. Tuve una hepatitis muy larga a principios de mi primer grado y estuve tres meses creo, sin poder ir a la escuela y sin poder salir de casa. A leer y escribir aprendí en esa convalescencia estúpida y aburrida, y aprendí sola. A hacer cuentas no aprendí nunca, siempre fui un desastre para las matemáticas, creo que ahora la vida me está pasando la factura.

Siempre hubo demasiados libros en casa, los admiraba, los abría, los leía, curioseaba todo lo que podía. Siempre saqué libros de las bibliotecas públicas o de las bibliotecas de la escuela. Recuerdo leer a Olga Orozco y a Alejandra Pizarnik cuando estaba en los primeros grados de la escuela primaria. En casa nadie leía poesía, no había poesía en casa. También a Sartre, García Márquez y Vargas Llosa, en intervalos con El Tony y el D'Artagnan, que eran mis favoritos en vacaciones, cuando me traían los ejemplares que vendían usados en Rosario porque en Melincué no se conseguían.

"Todos escribimos", diría alguien, pero bueno, hay formas y formas de escribir. A mis ocho años ya tenía un cuaderno, dividido exactamente por la mitad, para escribir de un lado narrativa, del otro lado poesía. Mi maestra del primer grado siempre me dijo que pase lo que me pase, nunca deje de escribir. Cosa que he hecho, realmente. A Isaías también una maestra de su primer grado le dijo que él era un poeta, cosa que Jorge siguió practicando siempre.

Confío en las maestras de las escuelas públicas de este país, a pesar de todo, porque saben muy bien qué es lo que tienen en cada grado. Y es así. Aunque nos quejemos de los paros y los reclamos y que la escuela ya no funciona, la escuela pública sigue funcionando con maestras extraordinarias que hacen todo lo que pueden (que hoy por hoy es mucho) para sacar a cada niño que tienen sentado ahí y convertirlo en quien quiere ser. No es poco, es mucho, a veces es demasiado.

En un mundo de imágenes, de instantaneidad, del Photoshop, y etcétera, seguir escribiendo es una quijotada admirable. No sé si escribimos por locos, por necios o por boludos. Pero bueno, seguimos escribiendo. Es la que nos toca. A pesar de que hacer cualquier otra cosa podría darnos otro nivel de vida. A pesar de que los libros editados en formato papel sean ya casi una cosa de la prehistoria muchos apostamos a eso, a la humilde existencia de un libro como un objeto, como un objeto que transmite cultura y puede llegar a cualquier lado, a lugares que uno nunca pensó, ni nunca supo que pudiera llegar. Un libro para subrayar, como he hecho siempre, doblar las páginas, como he hecho siempre, y anotar al margen cosas importantes, como hago habitualmente.

Y para cerrar esta nota, adhiriendo a los cánones de la literatura latinoamericana, literatura que amo más, cito aquí unas palabras de Haroldo Conti, retomadas en una tarjeta de fin de año, vieja también, del Sindicato de Prensa: "No sé si tiene sentido pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en el medio del camino, despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: que nadie recuerde tu nombre sino esa vieja y sencilla historia". Haroldo Conti

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