En el barrio todos la llamábamos Anita, a secas. A sus espaldas la nombrábamos por sus apellidos compuestos, La Solterona, La Loca de los Gatos. Su vivienda era distinta a todas. Sus dos ambientes respiraban por mellizas ventanas que daban a calle San Juan, una de las cuales cumplía función de boletería los fines de semana. Un jardín de macetas adornaba la escalera caracol que no culminaba en la clásica terraza echesortuina, sino en el escenario mayor de la institución. Su patio trasero contaba con canchas de básquet, patín y bochas, concurrentes todas en un buffet sumergido en una niebla perenne de tabaco. En dicha geografía, Anita practicaba sin descanso su deporte preferido, la limpieza. Encarnaba un reglamento verbal e imperativo que se basaba en prohibirnos todo. Junto al Coco Funes éramos expertos en hacerla enojar, heridos con la misma pena, canalizábamos nuestro dolor con bromas y mala conducta. Mi padre se había mudado al cielo recientemente, mi amigo esperaba que el suyo cumpliera su última promesa: "Ahora vuelvo". Una noche fría, sentados en el cordón de la vereda me confesó su angustia. "Vos, al menos, tenés la seguridad de que lo vas a ver siempre en el parpadeo de la primera estrella, pero yo hace un año que no tengo noticias de él y lo espero todos los días".

La escuela nunca fue nuestra segunda casa, en aquella comunidad social y deportiva sobraban padres sustitutos. Un tiempo antes del psicoanálisis y del baipás coronario, se consideraba un acto casi suicida para todo jefe de familia bajarse del bondi después de todo un día de laburo y pisar el umbral del hogar sin haber pasado antes por un copetín restaurador en donde poder oxigenarse hablando de pavadas acaloradamente. La propina sólo era una excusa, camuflados como mozos auxiliares, barrenderos o armadores de mesas y sillas, nuestra mayor ganancia era permanecer en ese mundo desconocido. Todo era enorme para nosotros. Aquella cantina estaba dividida por una réplica invisible del muro de Berlín, los viejos mayores de 30, vestidos de un gris amarronado, culpables de todas las miserias del mundo, separados de jóvenes de pelo largo, barba y blue jeans, dueños de un mundo nuevo, herederos de una menesunda. En aquel aula sin pizarrón garabateaban con el poder de la imaginación mapas políticos de un tercer mundo, modificaban el panteón de próceres muertos, prohibidos u olvidados, playa Girón, Praga o Vietnam parecían estar a la vuelta de la esquina, Perón, el Che o Lenin guionaban discusiones apasionadas. El Di Tella no era el auto que usaban los taxistas, los bastones largos no describían precisamente trípodes para gigantes y tampoco se referían a la alegría de los pibes saliendo del colegio cuando hablaban del movimiento de los No alineados. La frase tallada en una de las puertas del baño de caballeros, "Haz el amor, no la guerra" no parecía de fácil aplicación en sectores en donde se prohibía el uso de minifaldas mientras bendecían armas de militares golpistas. Escuchándolo al loco Chencho, experto en aviones de combate, uno podía aprender que la Guerra Fría alguna vez había sido caliente y que al ciudadano de a pie le convenía militar alguna idea antes que esperar algo de arriba. "Esperen tranquilos nomás, una lluvia de bombas les va a caer, si no me creen pregúntenle a los peatones de Guernica, Hiroshima o Plaza de Mayo".

Los hijos de Woodstock preferían contestar desde el budismo zen las provocaciones de "camisa negra" Perrone. "La Historia es un camino de curvas y contra curvas, después de este giro a la izquierda, volveremos nosotros con más fuerza".

Un hombre con dos amores, los trenes y el baloncesto llegaba todas las tardes pedaleando en silencio para enseñarnos mucho más que un juego. El ferroviario decía que no le atraía el fútbol porque nunca había sido un hombre de negocios, era un defensor del amateurismo en todas sus formas. Su mensaje era claro: "La bondad es la mayor virtud que puede anhelar el ser humano. Sólo sobre ella tiene sentido cultivar la inteligencia y el arte. El espíritu deportivo es uno de los caminos para conseguirla, ustedes van a dejar de jugar básquet algún día, pero su corazón seguirá intentando encestar buenas acciones, nuevos amigos, nobles sentimientos". Nos despedía con las mismas palabras, tan genuinas como cansadoras. "Estudien, traten de ser mejores personas, respeten a sus padres". En una ocasión, víctima de mi adicción bromista, su bicicleta apareció en llantas. Antes de retirarse, volvió sobre sus pasos con el inflador en la mano, nos reunió a todos y en voz muy baja nos dijo: "El vivo que me hizo la broma ahora debe tener el valor de hacerse cargo, de lo contrario les aviso que se quedarán sin delegado para el próximo partido". Inflé de inmediato las dos ruedas después de pedirle perdón. Me sorprendió su respuesta: "Todos cometemos errores, pero no muchos sabemos remediarlos; te felicito pibe, sé que lo hiciste por tus compañeros".

A partir de ese día, empecé a entrenarme como nunca, me eligieron capitán del equipo y era el encargado de pedir y devolver la pelota a la portera, gané su confianza, merendábamos juntos, pude acceder a sus tesoros secretos, una foto con Favio y Carola, una corbata de Palito y un saco de Sandro.

En una siesta calurosa, sin iguanas a la vista, pero con música de chicharras en los oídos, ingresé al club completamente desierto. Me llamó la atención la voz de Violeta Rivas a todo volumen. Escondido detrás de unos cajones con cerveza fui único espectador del show de la encargada. Me llenó de ternura verla sobre el escenario bailar con su sombra, cantar a dúo con su soledad, saludar, agradecer y tirar besos a su público imaginario. Supe guardar el secreto, nadie se burla de una amiga.

Cargando un profundo cansancio, producto de la unión de intentos fallidos y el progreso grueso de un puñado de crápulas, millonarios en un país que aborrecen, una resaca de sucesivos naufragios y una sensación de que nada viene y todo va, pisé el casillero 58 sin resistencia alguna. Como ex jugador del juego de la Oca, entendí que era momento de volver al punto de partida. La alegría de encontrar mi casa abierta superó el malestar de la nostalgia. Todo lo hallé distinto e igual a la vez. Las circunstancias históricas, en parte, nos forman, nos identifican, nos hermanan. Todos aquellos que empezamos a caminar desde el centro del corazón del siglo veinte, no leímos Mafalda en las bibliotecas, sus tiras estaban en el revistero; no asistimos a conservatorios para desplegar las alas con cada melodía de Los Beatles, sonaban en las radios, asaltos, disquerías; tampoco concurrimos a talleres literarios para ficcionar verdades con cuentos cantados por María Elena, Moris o Sui Generis, todo era moneda corriente. Desde el círculo central de la vieja cancha, con mi sangre oxigenada de amateurismo, encesté recuerdos uno tras otro, como aquella jornada en la que salimos campeones por un doble y después festejamos los tres, en la heladería La Gloria, el Coco, su padre y yo, mejor dicho, los cuatro. Ya había anochecido.

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