Desde Río de Janeiro
A menos que ocurra algún imprevisto – algo que con él es rutinario – y el ultraderechista presidente brasileño Jair Bolsonaro (foto) desista de cumplir lo previsto, le tocará pronunciar, el martes 24 de septiembre, el discurso inaugural de la nueva sesión de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas.
Se trata de una tradición no establecida por ninguna regla específica, pero respetada desde siempre: el discurso ese le toca al mandatario brasileño.
Nunca antes, sin embargo, siquiera en tiempos de la dictadura militar que duró de 1964 a 1985, largos y tenebrosos 21 años, Brasil tuvo como mandatario a semejante figura, desequilibrada en todos los sentidos.
(Comentario al margen: Hace poco, un duro crítico de Bolsonaro declaró con todas las letras que la situación vivida por el país dejó evidente que es urgente requerir una intervención para alejarlo del sillón presidencial, aclarando que no se refería a intervención política o militar, pero psiquiátrica. No tengo cómo divergir de él.)
Desde que ganó las elecciones del año pasado y antes aún de asumir la presidencia, el primer día de 2019, Bolsonaro ya había dado generosas muestras de ser un prodigio en provocar desastres y anunciar desmantelamientos no solo internamente, pero también en el vasto y complejo campo de las relaciones exteriores.
Al menos en ese aspecto, semejante primate viene cumpliendo exactamente lo que de él se podría esperar con temor, por los que siguen manteniendo vestigios de lucidez, y con euforia, por los descerebrados que lo respaldan de manera incondicional.
En las últimas semanas, y gracias a su desprecio por la defensa del medioambiente y a sus duras críticas a las políticas de preservación tanto de la Amazonia como, en especial, de los derechos de los pueblos originarios, se multiplicaron críticas y denuncias, alrededor del planeta, sobre sus actitudes que, más que irresponsables, son criminales.
Las reacciones de Bolsonaro fueron típicas de los que no mantienen relación alguna con la realidad: en lugar de presentar argumentos, atacó a gobiernos que contribuían con proyectos de comprobada eficiencia en defensa de la sustentabilidad de la mayor floresta del planeta, lanzó ataques feroces e indelicados a mandatarios extranjeros, fue especialmente grosero con la Primera Dama francesa Brigitte Macron, y definitivamente abyecto y cobarde con la ex mandataria chilena y actual Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet.
Pues, volviendo al principio: está previsto que el 24 de septiembre Bolsonaro pronuncie un discurso en la ONU.
Como todavía quedan, en el ministerio brasileño de Relaciones Exteriores, contingentes de una diplomacia que a lo largo de más de un siglo mereció el respeto de toda la comunidad global, sus integrantes tratan, en vano, de lanzar advertencias. ¿Alguien las oirá?
Al frente de ese ministerio está una nulidad grotesca llamada Ernesto Araujo. Pero bajo sus órdenes, o bajo su silencio, existen amplias docenas de profesionales altamente capacitados.
Y entre ese contingente se observa, en las últimas semanas, una palpable – y muy justa – tensión: si efectivamente Bolsonaro va a discursar el 24 de septiembre, ¿cuál será la reacción del pleno de la ONU?
Queda claro que son muy elevadas las posibilidades de un boicot. Es decir: que mientras el ultraderechista lance su discurso en defensa de la "soberanía patria" y distribuya estupideces a diestra y siniestra, jefes de gobierno y de Estado ostensiblemente abandonen el pleno de la ONU. O peor: que indiquen funcionarios de tercer escalón para representarlos, y siquiera aparezcan.
Más: se sabe que en el trayecto que lleva a la sede de la ONU, entre las calles 42 y 45, habrá manifestaciones de protesto contra la política de Bolsonaro para la Amazonia. Y que acciones simultáneas están previstas en varias ciudades del mundo, todas contrarias al gobierno brasileño.
Resumiendo: se da por seguro que la presencia y el eventual discurso de Bolsonaro podrá ser un desastre para lo poco que resta de la imagen y del espacio de Brasil en el escenario global.
Claro que todo podrá empeorar aún más, según lo que él dispare al micrófono del pleno de la ONU.
La única chance de que semejante desastre sea evitado reposa en la esperanza de que Bolsonaro desista del viaje y del discurso.
Habría una excusa razonable: está previsto que este domingo, ocho de septiembre, él se someta a una intervención quirúrgica para corregir una hernia abdominal, y que exigirá un reposo de diez días.
Hacer un largo viaje luego de salir de diez días internado en un hospital suena a arriesgado. Por lo tanto, no ir – y evitar el desastre previsible y ampliamente previsto – sería más que comprensible y razonable.
El problema es que nada relacionado con Bolsonaro es razonable. Al revés: lo que se relaciona con él suena siempre a absurdo, tenebroso e ilimitado, incontrolable, insoluble y muy peligroso.