El hombre es un animal político, lo dijo Sócrates.
-El hombre es un animal, punto -responde Liliana y alguien suelta una carcajada. Es un lunes por la noche y hace frío puertas afuera del refugio para mujeres indigentes. La conversación adentro es amena. Liliana es la más discreta de todas. Sus compañeras la delatan como una lectora voraz, inteligente, culta. Ella elige no decir su nombre completo ni su pasado. Solo sabe que hoy, al cerrar el refugio a fin de agosto, duerme en la calle.
"Yo estoy en una película, la del taller de radio", cuenta Carmen con una sonrisa. Habla del documental Anfora elaborado con pacientes del Hospital Psiquiátrico Agudo Ávila. Carmen es una de ellos y su foto ilustra una nota del diario La Capital de hace tres años, allí se la ve parada sosteniendo un afiche con el nombre del film. Ahora está en silla de ruedas. De cada tres palabras que usa una es "taller". La repite con esperanza, con un sentido de pertenencia que sorprende, de hecho allí también asiste su hija discapacitada que vive en un hogar comunitario ubicado sobre calle Rondeau. Al menos la joven tiene un techo seguro y no ha pasado como su madre, noches a la intemperie. Los jueves por la mañana son sagrados para esta mujer de sesenta y nueve años, cabello corto y sonrisa fácil, que pese a todo conserva un espíritu vivaz. Asegura que su médico de cabecera en Pami es el más lindo de todos y una monja que sirve la comida le pide el dato. Responde que ni loca se lo da. Todas vuelven a reírse.
"Mi hija y yo vivíamos en una piecita pero se inundó y lo perdimos todo, me quedé con lo puesto, ahí empecé a rodar".
Carmen conoce al detalle hogares y fundaciones en las que ha pasado la noche a cambio de dejar su magra jubilación, pero ahora está otra vez en situación de calle y con algunas deudas. Esa noche cena una vianda de arroz amarillo elaborado por voluntarios de Cáritas e intenta explicar cómo terminó así. "Mi hija y yo vivíamos en una piecita pero se inundó y lo perdimos todo, me quedé con lo puesto, ahí empecé a rodar, a rodar…", cuenta. Ha sido un día largo con temperaturas bajo cero a las que sobrevivió acovachada en el hall de ingreso de la Maternidad Martin. La piedad de un guardia de seguridad y la compañía de Andrea, una chica de 23 años que conoció hace pocos días en el refugio, ayudaron. Todo es día a día.
Andrea, carga con su propia historia. "Soy discapacitada pero a la pensión la cobra mi mamá y no me da la plata. Duermo en la puerta de los galpones que dan al río. O donde puedo", dice. Ella también es paciente del Agudo Avila. No sorprende que el desamparo y la orfandad a la que están expuestas estallen en cuadros de depresión aguda, ataques de pánico, delirios místicos, ira, autoflagelación. Mujeres que habitan las calles de una ciudad hostil. Mujeres reunidas en torno a la caridad de un tablón con mantel blanco y una cena caliente que solo durará lo que dure agosto.
El refugio ubicado en Balcarce al 1000 también les proveyó duchas calientes y ropa limpia. Durante todo el mes pasaron unas doce mujeres divididas en dos grupos: por un lado chicas menores de veinticinco años que en su mayoría arrastraban problemáticas vinculadas a la violencia de género, la narcocriminalidad u otras situaciones familiares complejas. Y por el otro, las adultas mayores con mas experiencia en vivir a la intemperie, en la exclusión mas brutal.
Entre ellas está Marta, de setenta años, que desde diciembre de 2018 duerme en las sillas de la Terminal de Ómnibus. "Mis cuatro hijos me convencieron de que venda mi casa, porque así ellos podrían construir la suya y yo me quedaría una temporada con cada uno. La vendí, les di la plata, pero después se pelaron entre ellos y quedé en la calle, en la calle", repite monocorde. Suspira, baja la mirada y enmudece. Desde entonces el dolor la acompaña a todas partes y la espalda acusa recibo de tanta incomodidad. Por eso agradece tener una cama aunque sea por unos días.
"Soy discapacitada pero a la pensión la cobra mi mamá y no me da la plata. Duermo en la puerta de los galpones que dan al río".
Le propongo una nota televisiva para contar su historia, tal vez así se abra alguna puerta, de las tantas que le cerraron en la cara. Me responde que no. Le da vergüenza.
Dos veces a la semana cuida a un señor mayor y también es niñera en la casa de otra familia pero no quiere que sus patrones se enteren de que está en la calle. Teme que ya no la busquen. Y eso sería una injusticia con todo el esfuerzo que hace por mantenerse impecable duchándose a diario en las iglesias, o en el Mercado del Patio. Lo poco que gana en esos trabajitos le alcanzan para comer una vez al día y hasta que apareció el refugio de Cáritas, aprovechó el plato caliente que por las noches dan los ex combatientes de Malvinas en la esquina de Santa Fe y Cafferatta cada invierno.
-¿Tus hijos saben que estás en la calle?- pregunto.
-Sí, pero no les importa- responde. Con un rencor seco que se transforma en amor cada vez que habla de sus nietos.
Una habitación en una pensión cuesta entre cuatro mil y cuatro mil quinientos pesos mensuales. Marta espera reunir esa suma algún día para dejar de dormir sentada pero la esperanza con frecuencia se corre como el horizonte, se le desdibuja.
-Marta, podemos alquilar algo juntas - dice tratando de darle ánimo María Esther, la mujer ciega que come junto a ella.
Ambas comparten habitación en el refugio. Maria Esther tiene su casa en un asentamiento irregular de calle Cerrito al 4500 junto a una nieta y al novio de la joven. "Se drogan, se chupan, se pelean. Yo me quiero ir", confiesa. Pero no tiene adonde.
"Hace poco perdí la vista, pero estoy esperando un milagro del Señor. En la Iglesia me dijeron que el Señor va a hacer por mi su obra y yo lo espero", afirma convencida. "Lo espero", repite entornando dos ojos que ya no ven.
-Me da envidia tu fe, María Esther -le responde Marta, con un dejo de ternura. Las dos sonríen a medias. Es su forma de hacerse compañía.
En la punta de la mesa dos voluntarias juegan al truco. En un rato volverán a su casa a descansar tranquilas. María Esther, Marta, Liliana, Andrea, Carmen, no. Ahora habitan las calles de una ciudad que las vulnera y desampara. Acunan los pocos sueños que siguen en pie ante la indiferencia colectiva. Y si sobreviven, el año próximo podrán reencontrarse en el refugio de Cáritas, o en algún otro sitio que se apiade de ellas. La primavera que se aproxima huele a polen y a orfandad.