Desde Barcelona

UNO No: no pasó frente a los ojos de su memoria toda su vida en cuestión de segundos sino, apenas, las no demasiadas "partes buenas". Como en esos avances coming soon de las películas en los que, en más de una ocasiones, aparecen escenas que no aparecen en el montaje final. Y tal vez no sucedió lo primero y sí lo segundo porque --razona un irracional Rodríguez-- lo suyo de la semana pasada no fue un infarto masivo y fulminante sino otra cosa. "Ataque de pánico", le dijo el médico con dicción que a Rodríguez le sonó a una mezcla de piedad y desprecio. Es decir: algo mental actuando sobre lo físico y no al revés. Y, sí, como atacado, Rodríguez siente pánico cuando le informan de que sintió pánico.

DOS Es decir: Rodríguez está apanicado aunque (busca y encuentra y se informa on line del correcto uso de la lengua; desde ese sitio donde, paradójicamente, es donde la lengua más se traba y abundan los más deslenguados) el adjetivo en cuestión no existe, como tampoco existe el verbo. Para el pánico (a diferencia de lo que ocurre con el asustado susto o el aterrorizado terror o el espantado espanto o el horrorizado horror) no hay derivados según la Real Academia Española que, uh, insiste en eso de que blue jean debe escribirse bluyín. El pánico --en español-- es pánico a secas. En inglés, en cambio, sí existe la posibilidad to panic; y Rodríguez no dejó de encontrarse una y otra vez con personajes sufriendo ataques de pánico en varias de las novelas que leyó durante este verano. En & Sons de David Gilbert, en The Nix de Nathan Hill y en Chances Are... de Richard Russo. En todas ellas, el ataque de pánico cumpliendo las mismas funciones que un beso que se da o que se niega, que una puerta que se abre o que se cierra, que un revólver que se dispara o se encasquilla. El ataque de pánico como el más lento de los acelerantes de tramas, como preámbulo de un incendio o de un diluvio, como el equivalente psíquico-fisiológico a esas fotos --ya casi un subgénero-- de olas gigantes arremetiendo contra faros que orientan pero que, también, pueden apagarse como fósforos.

TRES Y ahora, en los primeros días de septiembre, Rodríguez lee no una ficción sino una no-ficción inolvidable: El colgajo, del francés Phlippe Lançon. Y, a diferencia de las anteriores, Rodríguez (porque no habla francés). la lee en español. Y, por lo tanto, ignora si existe algún equivalente a apanicado en el idioma en el que originalmente ha sido escrito y recordado este libro inolvidable. La historia verdadera de Lançon --hasta entonces novelista apreciado y muy influyente periodista cultural desde las páginas de Libération-- estallando a partir del Big Bang-Bang que se oyó en el mundo entero el 7 de enero de 2015. Entonces, los hermanos Kouachi entraron en la redacción de la revista Charlie Hebdo armados con rifles de asalto y gritando eso de la grandeza de Alá y matando a doce personas e hiriendo a once más. Lançon sobrevivió al ataque. Pero, también, recibió dos tiros de Kaláshnikov-357 Magnum a quemarropa en su rostro. Y se sobrepuso a nueve meses de hospital y a más de dieciocho operaciones reconstructivas (los médicos reubicaron su peroné en el sitio en el que antes estaba su mandíbula) y al culposo pánico del que se salvó y de descubrirse como paciente "vampiro" alimentándose de todos los que lo rodean, ya sean seres queridos desde siempre o súbitamente adorado personal médico. Shakespeare y Kafka y Bill Evans y Proust y Mann y Bach ayudan, recuenta Lançon.

Leyendo El colgajo, Rodríguez subrayó la palabra pánico unas veinticinco veces a medida que avanzaba por páginas tan sombrías como luminosas. (En más de una ocasión se repite la expresión "Era presa del pánico", como si el pánico fuese ese cazador solitario más ocupado por y en el cerebro que en y por el corazón; y, es curioso, Rodríguez siempre pensó y dijo más "preso del pánico", como si el pánico fuese una cárcel a prueba de fugas.) Durante la reciente promoción del libro en Barcelona, alguien le preguntó a Lançon si, ahora, podía entender a los terroristas que le hicieron lo que le deshicieron para convertirlo en alguien diferente a quien alguna vez había sido. "La verdad que no me interesan mucho...", respondió Lançon. Y añadió: "Son el producto de un mundo que no acierto a explicarme".

CUATRO Y, claro, ahí está la clave y la llave que enciende la oscuridad del pánico. No entender lo que pasa, no ver lo que viene. Pánico por la subida del dólar o pánico por la bajada del UK de la EU o --el caso de Rodríguez en los últimos días-- a que algo salga muy mal con esos mosquitos modificados genéticamente en un laboratorio para combatir la malaria o que se le metan por la oreja las hormigas que han invadido su casa. Y así Rodríguez busca distraerse y deja por un rato el libro de Lançon y enciende el televisor. Y allí --en el primer episodio de la segunda temporada de Mindhunter-- alguien le dice a alguien: "Un ataque de pánico es un mecanismo de huida erróneo. Parece un infarto pero en realidad son los órganos hiperoxigenándose para defenderse. Un acto del cerebro reptiliano. ¿Qué lo causó? Podría enviarlo a mirar manchas e interpretarlas. Pero le aconsejo que controle su stress y que no vuelva a hacer lo que estuviera haciendo cuando sucedió. Buena suerte". Lo que está haciendo el atacado por el pánico en Mindhunter es entrevistar a asesinos en serie. El trabajo de Rodríguez --publicista bajo el mandato de dos desaforados gemelos argentinos-- no es, se supone, tan tóxico pero... Lo único "bueno" que tiene el pánico es que habla un idioma que todos entienden. El pánico es ese triunfo que el esperanto jamás llegó ni llegará a hablar. Sus expresiones son comunes: miedo intenso y sudor y palpitaciones y náuseas y dificultad para respirar y temblores y dolor de pecho y arrebatos de llanto (como el que experimentó Rodríguez al ver esa escena extra en el flamante Blu-Ray de Avengers: Endgame en la que el universo entero se arrodilla frente al cadáver de Tony "Iron Man" Stark) y la inequívoca sensación de que algo terrible pasó/pasa/pasará, al mismo tiempo y a lo largo y ancho de algo que puede durar minutos u horas jugueteando con el miedo a morir o las ganas de matarse. Y hacerlo con una voz fina y deformada como la del siempre extático sufriente Bon Iver (habitué de los ataques de pánico por propia admisión) en su nuevo álbum, pero rodeado por millenials con insomne dicción de la ansiosa Billie Eilish.

Y ahí va Rodríguez de camino a la agencia y, de pronto, se cruza con dos monjes tibetanos. Ese hábito tan sencillamente elegante y, de acuerdo, no usan sandalias sino zapatillas Nike. "Just do it", se dice Rodríguez y se acerca y les pide ayuda y consejo acerca de cómo atacar su pánico. Pero los monjes entienden (mal) que es Rodríguez quien les ofrece ayuda y le dicen que sí, que gracias, y le piden instrucciones para llegar al Camp Nou. "Messi... Messi...", repite uno de ellos como si fuese un mantra. Rodríguez apunta y no dispara con su dedo en dirección izquierda. Y los monjes le agradecen y le hacen pequeñas reverencias uniendo las palmas de sus manos y le sonríen. Y --real y académicamente apanicado-- Rodríguez se siente mejor de lo que sentía pero, también, de lo que se sentirá.