El diccionario define al turismo como "la actividad o hecho de viajar por placer". Somos, en consecuencia, turistas, aunque viajemos fundamentalmente para visitar a nuestra hija que vive en Barcelona. Porque lo hacemos recorriendo previamente la Europa Meridional, latina, de la cual, de una manera u otra, siempre provenimos.
Somos turistas, entonces, y también mirones. Que, como asimismo define el diccionario, son aquellos "que miran demasiado y con curiosidad". Esto suele entenderse como algo peyorativo, pero en este caso lo decimos en un sentido positivo, valioso: miramos demasiado y con curiosidad porque Europa es un enorme palimpsesto, una suerte de caleidoscopio inmenso cuyas imágenes siempre están mutando y transformándose. Y no sólo por obra de la mano que mueve el aparato, sino por la voluntad de los cristales que lo componen, siempre dispuestos a mostrarse de forma distinta y variada, sin cerrarse nunca en una imagen última. Lo cual exige un constante y esforzado trabajo de observación, no digamos para comprender lo mirado ‑cosa que resultaría imposible‑, sino para intentar, por mínimo que sea, un elemental registro. Somos así turistas mirones, y no, y por suerte, turistas ciegos.
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París históricamente fue el corazón cultural de la modernidad europea, del mismo modo que fue uno de los centros del colonialismo europeo. De esas condiciones, actualmente prevalece la segunda, mientras que la primera, si no languidece, por lo menos parece declinar ante la importancia que cobran nuevos focos culturales como Berlín. Ello no impide que los franceses sigan practicando el culto de la francesidad, que les provee un fuerte sentimiento identitario, muchas veces basado en tradiciones republicanas ancestrales. Por eso, si se logra romper la barrera idiomática, por escaso y dificultoso que resulte el hacerlo, se muestran hospitalarios y receptivos con el extranjero, ya que siguen siendo orgullosos de su condición nacional. Que se reconoce muchas veces en la monumentalidad de sus museos ‑verdaderos depósitos de sus rasgos etnológicos‑ donde, como en el Louvre, se encuentran piezas pertenecientes no sólo a Francia sino además a países diversos, desde España hasta Egipto. Claro está que rapiñadas en históricas conquistas lideradas por Napoleón, el emperador surgido de la Revolución Francesa.
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Comenzamos a conocer Lisboa, y sus habitantes, conversando con el chofer que nos condujo hasta el hotel. Entendía el español y sabía de Argentina, y sin decirlo expresamente, se revelaba como un socialista portugués. Por ello hablaba con real veneración de Mário Soares y con recelo de Fidel Castro, cuyo modelo juzgaba nefasto para su país. Para progresar en nuestro conocimiento de la ciudad hicimos luego dos cosas: ir a la casa de Fernando Pessoa, convertida en museo, y asistir a sendos recitales de fado. Al primero fuimos por recomendación de los conserjes del hotel, que nos enviaron a un sitio donde no podía servirme el vino en la copa ‑como me gusta hacerlo‑ porque de ello se encargaba el mozo. Al segundo fuimos por sugerencia de amigos que habían estado en Alfama, un típico barrio lisboense, donde los cantantes se mezclaban con el público mientras ayudaban a servir las mesas. La moza que nos atendía resultó, a la postre, la mejor cantante del show. Cara y seca de la noche de fado en la capital lusitana.
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Pasamos después a Andalucía, el mítico territorio del cante jondo flamenco y de las rémoras arábigas en la península ibérica. Nos encontramos con la Alhambra en Granada, donde visitamos la casa de otro gran poeta ‑el entrañable Federico García Lorca‑, y con la catedral de Córdoba, construida dentro de una mezquita a la que los conquistadores cristianos de la ciudad decidieron preservar, aunque cambiándole el signo religioso al templo.
En Granada pudimos escuchar relatos míticos referidos al autor del Romancero Gitano, uno de los cuales sostenía que solía encontrarse a escondidas con Dalí en un bar situado en el Albacín, en cuyas paredes habían trazado dibujos de lujuriosos falos como testimonio de su amor clandestino. Después pudimos saber que esos falos efectivamente existían, pero que no habían sido dibujados por Lorca ni menos aún por Dalí, que jamás estuvo en la ciudad, sino por un pintor de la vanguardia setentista. De esa confusión (seguramente no deliberada) de datos reales se compuso, así, un mito amoroso y romántico.
En Sevilla, mientras tanto, otros fueron los temas que ocuparon nuestras charlas con la gente de la ciudad. El preponderante, por no decir exclusivo, fue la compra del chaqueño Montoya por parte del Sevilla: cuando decíamos que éramos rosarinos, la mayoría de nuestros interlocutores se ponía a hablar con admiración "del Walter", pidiéndonos precisiones acerca de sus características y modalidades de juego. Ello me permitió comprobar que, para los rosarinos, Central consiste, de forma indubitable, en un tema y un asunto universal.
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Finalmente, llegamos a Barcelona, la ciudad que concita nuestros afectos más intensos. En primer lugar, porque allí viven Julieta y Sergi, nuestra hija y su esposo catalán. Pero también porque está allá una gran cantidad de amigos, a algunos de los cuales pudimos, felizmente, ver en persona. A Lilian Neuman, por ejemplo, una rosarina que hace décadas que vive en Barcelona dedicada a la escritura, como novelista y periodista cultural, y dando clases en un máster en edición de textos narrativos. Y también vimos, en Girona, una bellísima ciudad que está al noreste de Cataluña, a Cari Portesio, que tiene un negocios de comidas al que bautizó como El Carrito, nombre argentino si los hay. En ese negocio, que ocupa un local pequeño en el casco de la ciudad vieja, se pueden comer unos churrascos hechos con unos cortes argentinos increíbles, y unas empanadas que demuestran su procedencia vernácula. Las hago con la receta de Malena, nos explicó Cari, aludiendo de tal modo a Malena Cirasa, la poeta rosarina que le pasó la fórmula para hacer esas empanadas que nos hicieron sentir como en casa.
Así transcurrieron nuestros últimos días en Barcelona y Europa, rodeados de afectos que no cesaban de remitir a nuestro lugar de origen. Pero no por ello perdimos de vista, como buenos mirones que éramos, lo que la ciudad nos estaba ofreciendo: sus calles, a veces sinuosas y angostas, en la zona antigua, o sus anchas avenidas que la atraviesan comunicando diversos puntos de su extenso territorio. O sus negocios y sus bares de tapeos, donde comíamos esos sabrosos pinchos tan propios del lugar. Y el Palau Sant Jordi, donde el sábado, penúltimo día de nuestra estancia europea, asistimos a un festival organizado por diversos movimientos y ongs a favor de los refugiados sirios en Europa. Si el motivo del festival ‑realizado con una puesta en escena deslumbrante por parte de La Fura dels Baus‑ era altamente plausible, más lo fue el mensaje que los artistas y los conductores del acto transmitieron, en pos de un pluralismo étnico del que carecen muchos políticos y funcionarios europeos. Y como si todo ello fuera poco, nos encontramos con momentos de intensa emotividad, como cuando el legendario Paco Ibáñez cantó A Cabalgar, esa célebre canción que compuso a partir de un poema de Rafael Alberti, o cuando Joan Manuel Serrat cantó, acompañado por la mayoría de los intérpretes que habían precedido su intervención, Mediterráneo, en una versión preparada especialmente para el evento.
El domingo, por último, se realizaron las internas de Podemos, a las que la televisión española prestó amplia difusión. Confrontaban dos propuestas presentadas por Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, respectivamente, y ganó la de Iglesias por el 60 por ciento de los votos. Estando en España nunca pudimos conocer, ni menos aún comprender, el sentido más profundo, o el más sutil, de esa disputa, por lo que debimos conformarnos con escuchar lo que al respecto decían periodistas, analistas y dirigentes políticos. Y lo que decían era que Errejón había perdido por ser el más proclive a disputar el poder en las instituciones antes que en las calles, o por tener mayor vocación por lo estatal y populista. En una palabra, por ser el más peronista de ambos.