Hay una vieja cámara fotográfica que me mira cuando escribo. Es raro, parece querer ayudarme a escribir este texto, un acercamiento a una de mis obras favoritas.
Hablo del libro Cartas a Theo que recopila durante muchos años el intercambio entre Vincent Van Gogh y su hermano Theo. Es una escucha lúcida entre ambos, de idas y vueltas. Un sistema de palabras funcionales, que logran habitar la pintura y son su descripción, hecha de emociones y sentidos que utilizan en forma epistolar para trasladarse de un lado a otro.
Un carteo de largas esperas, donde habitaban ansiedades, respuestas e intrigas.
Eran otros tiempos, nada era inmediato. Imagino la textura del papel, el olor a tinta. Días de espera para recibir la correspondencia. Escribir la carta podía ser para uno mismo. También, un espejo y una esperanza.
Documentaban hechos, imaginaban cómo inventar un color y transitaban entre pasiones, amores y tristezas de un proceso creativo, siendo sinceramente brutales.
Al libro me lo acercó mi hermano Leo no recuerdo exactamente cuándo, pero era en época de adolescencia. Él ya lo había leído. Hoy mucho tiempo después, pienso que sabía que entre sus manos tenía una posible llave para mí. A veces un hermano parece ser como una extensión de uno mismo. En ese adolecer de intentos fallidos, de penas y alegrías, también están los encuentros y es allí donde el libro se presentó, fue como una herramienta, un máquina hecha de palabras que me abrió caminos generando un cauce y un lugar para establecerme. Me acercó al arte. Sus palabras generaban ánimo y entusiasmo, tenían algo de primer amor.
De inmediato las cartas me acercaron a los hechos que se describen, de alguna manera me sentí participe.
Las cartas llevan algo de vivido en sí mismas. Son aproximaciones profundas y en confianza, parecen desnudarse y cuentan desde un lugar cercano. Ellos eran hermanos, estaban intensamente unidos y se reconocían, a veces parecían habitar uno en el otro.
Es un libro que enseña por su literatura cercana y simple. Que sabe cómo describir sensaciones y estadíos emocionales que luego vemos fundirse en las pinturas de Vincent. Habla desde el arte y también desde el caminante. Es fascinante: un libro que invita a trasladarse por campos llenos de colores, olores y climas cambiantes que se perciben en cada palabra y que tiene la capacidad de trasladarse a esa época, la Europa de fines del siglo XIX. El comienzo del impresionismo y la invención de la fotografía.
En sus cartas se dejan ver sus obras como si pudieran materializarse, también habitan discusiones y pasiones en un andar continuo de encuentros y desencuentros, Vincent lucha consigo mismo, se pelea con todas sus energías y crea un maravilloso mundo visual, nuevo y fresco. En sus pinturas no sobra nada.
Cito: “Te escribo desde Saintes-Maries, al borde del Mediterráneo, por fin. El Mediterráneo tiene un color como el de la caballa, es decir cambiante, no siempre se sabe si es verde o violeta, o si es azul porque un segundo después el reflejo cambiante ha tomado un tinte rosado o grisáceo. Una noche hice un paseo al borde del mar, por la playa desierta. No era alegre, pero tampoco triste, era algo hermoso.”
Hace unos años me reencontré con el libro en una típica librería de pueblo costero. Esta edición que tengo conmigo de tapa dura entretelada de olor rancio y de color gris como el del tiempo, contiene dibujos y ejemplos de su trabajo, bocetos, detalles.
Fue en Mar de Ajó, de donde provienen en su mayoría mis fotografías y desde donde les hablo. Pienso que los encuentros son inevitables como un Cupido que te atraviesa.
Mar de Ajó no es la campiña francesa como cuenta Vincent en su paso por Arlés, sino más bien un inmenso campo salvaje con salida al mar.
Lo que me liga a esas playas es ese andar, caminar y perderse. Un punto de encuentro entre uno y lo otro. Fundirse en los colores vientos y climas, de estaciones variables que se hacen notar. Donde uno se permite entrar en la movilidad con lo que lo rodea haciéndose eco de ello. Desde ver el vuelo de un ave, sentir el romper de una ola o cómo pica la arena en el cuerpo los días de viento. El frío y el calor.
A veces cuando camino para perderme en las cercanías del Faro Punta Médanos. Cuando miro ese extenso paisaje de tamariscos que parecen nacer de la arena y el océano se mueve para mostrarnos que nunca es el mismo, imagino a ese personaje, el Van Gogh que se describe como un caminante errante y que capta a través de su cuerpo todo lo que lo rodea.
Nicolás Trombetta se formó en la Escuela de Arte Fotográfico de Avellaneda y en los talleres de Alberto Goldenstein. Sus obras fueron expuestas en Argentina, Brasil, EEUU, Canadá y Francia. Forman parte del MAMBA, Fundación Federico Klemm, el Salón Nacional de Artes Visuales, el Museo de Arte Moderno de Rio de Janeiro y Art Museum of the Americas of the OAS. En el año 2004 ganó el Gran Premio Adquisición de Artes Visuales. En el año 2014 es parte de la residencia de cultura en la Antártida Argentina y agente del Centro de Investigaciones Artísticas. En 2015–2016 cursó como becario la maestría de Lenguajes Contemporáneos Latinoamericanos UNDAV CIA. Su obra ha sido publicada en los libros Fotografía en la argentina 1840 – 2010, Arte contemporáneo Argentino (artistas por artistas), Colección del MAMBA 2. Vive y trabaja en Buenos Aires y Mar de Ajó. Es representado por la galería Praxis, Argentina - EEUU y Apart, París, Francia.