“Ahora entiendo que la única forma que ella tenía de salir de la relación era denunciándome”. En esa frase, que un hombre condenado por violencia machista dijo en el marco de la entrevista con un profesional, se encuentra una llave para modificar sus vínculos. Con palabras se produce el momento crucial en que el Dispositivo para Varones que Ejercieron Violencia, del Instituto Municipal de la Mujer de Rosario funciona como una manera de prevenir la violencia machista. “Acá están las estadísticas”, se ríen tres de las psicólogas del equipo, para excusarse por la falta de números. Lo que señalan son unas cuantas carpetas acumuladas que, ante la demanda aluvional de atención, no pueden ni siquiera ponerse a contar. Allí se guardan las historias de quienes asisten a este servicio, en un 90 por ciento derivados por el Poder judicial santafesino, como una regla de conducta que completa la condena.

Hay límites: no reciben femicidas ni agresores sexuales. Hay frustraciones, cuando el hombre no logra hacerse responsable de lo hecho, y el equipo debe informarlo a la Justicia, porque no encuentra posible un tratamiento que prevenga nuevas relaciones violentas. Y hay muchas satisfacciones: varones que forman nuevas parejas, de otras maneras, los que pueden ejercer otro tipo de paternidad, diferente a la que conocieron y repetían, los que obtienen un trabajo y encuentran nuevos horizontes de vida. Y hay un intenso diálogo con el sistema penal que hoy deja en manos del equipo profesional la evaluación del tiempo de tratamiento. “Es lo que se está empezando a plantear ahora, qué hacemos con los varones, los seguimos condenando solamente o empezamos a hacer políticas públicas que tengan que ver con abrir este tipo de espacios, con poner la palabra como herramienta fundamental para deconstruir el patriarcado”, plantea Carolina Rodríguez, una de las integrantes del equipo.

“Cuando nosotras contamos nuestro trabajo con perspectiva de derechos humanos, nos encontramos con resistencias de quienes nos cuestionan que defendemos a los varones, y eso también lo queremos desnaturalizar, porque nosotras no defendemos a los varones, trabajamos con el mismo objetivo que es prevenir la violencia de género”, deja en claro Carolina.

Gabriela Botzikovich suma: “Entendemos que estos varones van a seguir relacionándose con mujeres y entonces todo está apuntado a que pueda vivir de otra manera sus vínculos. Acá no se pone en cuestión solamente la cuestión de la pareja, también está por ejemplo la relación con lxs hijxs, y eso, cuando vienen, también está fuertemente marcado por el patriarcado”. Nada más lejos de talleres de autoayuda o terapia conductual. Entre los grupos que funcionan en todo el país, el de Rosario se centra en la escucha psicoanalítica con perspectiva de género. “Primero, feministas”, dice Carolina. Los asistentes realizan un trabajo individual y una vez que “pueden responsabilizarse” sobre su violencia, comienzan una instancia grupal.

El equipo nació en 2015, por iniciativa del psicólogo Ignacio Rodríguez. “Atendí a un paciente en el consultorio que me contó una situación de violencia hacia la mujer y ahí, mi prejuicio fue que ‘yo no sé si quiero atender a alguien que ejerce violencia’. Entonces me puse a buscar un dispositivo que pudiera dar respuesta a esa demanda. Y ese fue mi trabajo de entender que un acto violento no lo define como persona, que no es una estructura perversa, puede que haya perversos, pero es caso por caso. Y cuando vi que no había un dispositivo así me puse a averiguar y armé un proyecto muy simple, que mandé al Instituto de la Mujer. Después de un tiempo me llamaron y ahí empezó a armarse el proyecto como una política pública, un programa. Pero nació de un prejuicio mío. No sabía si quería atender a uno, ahora estoy atendiendo a un montón”, relata Ignacio sobre los orígenes del servicio.

La regla de conducta –tal su nombre judicial– implica, para estos varones, asistir una vez por semana al Instituto Municipal de la Mujer de Rosario, un organismo público. “La dirección de la cura, o hacia donde apuntamos, es a que el sujeto se pueda preguntar por el ejercicio de la violencia, por la causa de su violencia y que pueda, en esa dirección, responsabilizarse, correrse de ahí, hacerse cargo. Esa es la diferencia: al principio era entendido como un taller donde dábamos tips o venían a que le demos una charla, tipo gordos anónimos, respirá diez veces, andá dar una vuelta tranquilízate y volvé”, cuenta Gabriela.

Lo primero que apunta a hacer un hombre al cumplir con su condena judicial es volver a buscar a la que considera “su” mujer. Les lleva un tiempo poder separarse, un tiempo largo. La primera repetición que realizan a la hora de salir de estar presos, es intentar volver con la mujer que los denunció”, dice Carolina y Gabriela reproduce la voz de quienes asisten: “Pero es mi casa, pero son mis hijos, pero es mi familia, mi mujer, mi mujer, mi mujer”.

Para el equipo, recién cuando pueden correrse “de ese lugar patriarcal” y “aceptan que la relación primero fue violenta, y segundo, que la mujer puede decir que no y puede irse” hay un espacio de trabajo. Carolina plantea que “en el discurso hay un pasaje, de ‘fue ella, la hija de…’ y todos los insultos, la que lo ‘mandó preso’, a entender que un límite es necesario, porque por algo se recurre a la justicia”. Hasta que pueden ver otra cosa: que ejercieron violencia, que esa mujer les teme, que no había otra salida.

Son dos años de terapia una vez a la semana. “Y hasta a veces los hemos atendido hasta dos veces por semana”, cuenta Carolina y Victoria Cabrera suma su voz: “Muchas veces se enojan por lo que les decimos, se angustian. El punto es que cuando no lo soportan, dejan de venir, sin más. Entonces ahí automáticamente llamamos al post penitenciario, al defensor y empieza el concurso legal y los llaman a audiencia porque pierden su libertad condicional, porque va preso”.

La directora del Instituto Municipal de la Mujer, Carolina Mozzi, es taxativa sobre la necesidad de ampliar estas experiencias a otras instancias estatales. “Sin duda es una alternativa a la respuesta exclusivamente punitivista. Me parece que por ahí es donde deben ir las respuestas institucionales, y el compromiso no sólo de una perspectiva de trabajo desde el género sino desde los derechos humanos”.

Se trata de restituir derechos. “Desde que me empecé a formar en género hace unos años atrás, entiendo que los derechos de las mujeres son derechos humanos. Cuando recibimos acá a un varón sabemos que tiene gran parte de sus derechos vulnerados, desde que el azar los depositó en algún lugar del mundo, y me parece que si no tenemos en cuenta eso, no se puede trabajar.”, dice Gabriela. Reciben pocos casos de clase media y alta, y ya se sabe que no es por la ausencia de violencia machista en esos sectores. “La mayoría de los que ejercen violencia y pasaron por la justicia, el que pudo pagar, pagó, y el que no, terminó en cana. A nosotras nos deriva el sistema judicial, que es selectivo. No somos nosotras las selectivas. Trabajamos con la población que está en las cárceles”, puntualiza.

La condena social, entonces, es una “mochila muy pesada” con la que llegan esos hombres. “Primero vienen duros, así, quietitos, no saben con qué se van a encontrar, ya con la condena social, imaginate que se sientan de esta misma manera, a la defensiva, ya condenados por la justicia y en general, estigmatizados y demás, hay que desarmar un poco esto para que se empiece a construir el espacio y la escucha”, dice Victoria, y

Gabriela quiere aportar que ellas también se deconstruyeron “atendiendo a los varones, cambiamos mucho nosotrxs desde que empezamos en 2015 hasta hoy. Antes los escuchábamos, no te digo con miedo, pero sí con ´tenemos un violento’, y ahora no, recibimos al paciente, lo escuchamos, le damos el lugar y simplemente se trata de eso, de una sesión de psicología”. Victoria sin embargo, pone el plus. “Una sesión de psicología con perspectiva de género, creo que esa es la diferencia radical en relación a que el paciente vaya a cualquier otro lugar, o sea enviado acá”.