Al final se acercó y me estrechó la mano. La recuerdo delgada, filosa, diminuta. Una mano insignificante, de contornos vulgares pero a su vez de un poder absoluto, mesiánico. Esa mano me persiguió el resto de mi vida. Era la mano de la vergüenza, la mano de Rafael Videla.
La estreché el 10 de septiembre de 1979, al atardecer, en la Casa Rosada, como campeón mundial juvenil en Tokio. Su pulgar romano se llevó por delante 30.000 almas en la noche más oscura, más siniestra y tenebrosa de nuestro país.
Aquella "Mano" no fue la metáfora de un genocidio, fue el genocidio; y se convirtió en un sueño recurrente de emociones encontradas: la de un equipo inolvidable, sublime y eterno por un lado; y la certeza inequívoca de haber sido el instrumento útil del silencio mediático de una masacre.
En su obsesión divina "La Mano" se adueñó de la frágil esencia del éxtasis y de la agonía. Se perfeccionó en volar. Con la premura de lo improvisado los pibes exitosos viajamos en helicópteros "Apaches" de Aeroparque a Atlanta, mientras los otros pibes, también en helicóptero, "viajaban" en dirección contraria: el Río de la Plata.
Poco tiempo después descubrí, con la ingenuidad del desánimo, lo tristemente calculado que estuvo todo. La Plaza, antaño dormida por la muerte, amaneció festiva engrasada por plumas y micrófonos cortesanos inquisidores de derechos y humanos. La maquinaria del Estado al servicio del terror.
Al final, aquel apretón de manos duró tan solo unos segundos. Unos segundos eternos, eternos de barbarie y desolación. Después "La Mano" se retiró de la mía con firmeza castrense. Fue en busca de otras manos. Fue en busca del odio, del dolor, de la locura.
40 años después los pibes exitosos volvimos a juntarnos, ahora sin inocencias, sin ingenuidades. A los otros pibes, todavía se los sigue buscando.
*Ex futbolista de Unión y Vélez, campeón del Mundial de Tokio 1979.