Por razones no del todo aclaradas, se dio a conocer recién ayer la muerte del realizador japonés Seijun Suzuki, ocurrida hace diez días, el 13 de febrero, luego de una serie de complicaciones respiratorias. El cineasta, que hubiera cumplido 94 años el próximo mayo, deja una obra cinematográfica marcada por la libertad, la rebeldía y una enorme capacidad para conjugar la imaginación y la creatividad con los gustos populares, tal como se pudo comprobar en las dos retrospectivas que le dedicó la Sala Leopoldo Lugones, la primera en 2006 y la siguiente en 2015.
Fiel empleado del gran estudio japonés Nikkatsu, Suzuki realizó entre 1956 y 1967 cerca de 40 largometrajes, a un ritmo incansable de unos tres o cuatro por año. En su mayoría, esos largometrajes de presupuesto bajo o moderado y afincados en el terreno de los géneros más populares (el cine de yakuzas, el policial, el melodrama histórico, la comedia), fueron completados en el tiempo estipulado por los gerentes de la empresa y resultaron, salvo excepciones, comercialmente exitosos.
Pero a partir de cierto momento en su carrera, Suzuki comenzó a juguetear con los lugares comunes narrativos y visuales, recortando y pegando ideas transgresoras, practicando dobleces y piruetas donde nadie las había realizado antes, haciendo incluso evidente el propio artificio de la historia. Y llevando a cabo, finalmente, un golpe de estado, al eliminar del trono a todos aquellos elementos que se interpusieran ante su profundo deseo de entender el cine como un juego formal. Fue entonces que sus jefes decidieron expulsarlo, relegándolo a un ostracismo de casi una década.
Suzuki fue uno de los cineastas más renovadores del último período dorado del sistema de estudios cinematográficos nipones, un verdadero “autor” en el sentido etimológico acuñado por la primera generación de los Cahiers du Cinéma: un artista capaz de dejar su marca incluso en aquellos proyectos más rabiosamente comerciales.
Ya en sus primeros esfuerzos es notable su potencia iconoclasta: en Underworld Beauty (1958), el director transforma un típico noir por encargo en un festín visual de claroscuros, mientras que, en Ocho horas de terror, producida ese mismo año, generó uno de los primeros roces con sus superiores al transformar un melodrama de suspenso en una comedia bastante disparatada. El trayecto que va desde Youth of the Beast (1963) hasta Marcado para matar (1967) –sendas aproximaciones alucinadas al cine de gánsteres japoneses, la famosa yakuza– lo encontraría en su período más creativo, forzando cada vez más las posibilidades experimentales dentro de un marco narrativo convencional. Películas como Akutaro (1963) o Historia de una prostituta (1965) demuestran que Suzuki podía también moverse a la perfección en relatos más realistas e incluso con un componente histórico y político concreto y real, al tiempo que un título como El tatuaje del dragón blanco (1965) lo mostraba en su faceta más abiertamente lúdica. El enfrentamiento climático entre el héroe y sus enemigos en este último film, una coreografía de elegante violencia que va de lo más concreto a la abstracción absoluta, serviría como clara influencia en la secuencia más famosa de Kill Bill, el film de Quentin Tarantino.
Luego de El vagabundo de Tokio (1966) y Marcado para matar (1967), quizás sus dos largometrajes más famosos –donde los juegos formales con la representación y el desinterés por la lógica de la trama llegan a su punto máximo–, Nikkatsu lo eliminaría de su nómina de empleados y el realizador se refugiaría durante una década en la televisión hasta su regreso a la gran pantalla en 1977. Allí comenzaría un nuevo período, mucho menos prolífico, pero libre de las ataduras de la producción industrial y dispuesto a dejar de lado casi por completo las necesidades de llenar las salas de cine como condición indispensable para seguir produciendo obras.
“Hago películas que no se entienden y que no hacen dinero”, afirmaría un poco en serio y otro tanto en broma algunos años más tarde. El tríptico integrado por Zigeunerweisen (1980), Kagero-za (1981) y Yumeji (1990) –conocida como Trilogía de Taisho, por transcurrir en ese período histórico de comienzos del siglo XX– lo encuentra abandonando los condicionamientos del cine narrativo tradicional, con un acercamiento al tratamiento de las imágenes que, por momentos, se acerca al universo de los sueños y las pesadillas.
Durante sus últimos años de actividad, Suzuki regresaría a la primera línea de los festivales internacionales con dos títulos de excepción: tanto Pistol Opera (2000) como Princesa Raccoon (2005) demuestran la inagotable capacidad de invención del realizador. La primera de ellas, en particular –suerte de relectura en clave musical de Marcado para matar– resulta un digesto de su estética cinematográfica: la microscópica trama de asesinos a sueldo embarcados en una lucha por obtener el puesto número 1° resume las ambiciones y obsesiones del realizador, en un film compacto y sin fisuras, a contracorriente de todas las convenciones imaginables.
En cuanto a su ética de trabajo, poco después del estreno de su última película y consultado por un periodista acerca de sus proyectos a futuro, contestaría sin falsas modestias de la siguiente manera: “Hacer cine es un trabajo como cualquier otro e implica ser dueño de una cierta vitalidad. Hay que tener buena salud. Es mejor morir como una persona ordinaria”.