Néstor y Rafael son ultra futboleros y fanáticos de un club del ascenso que el fin de semana jugará en Mendoza la final del Torneo Federal, cuyo ganador subirá directamente al Torneo Nacional. Los amigos tienen todo listo para ir en auto hasta la ciudad cuyana, pero dos días antes del viaje aparece Fabián, un amigo de la infancia de Néstor, quien vive en Colombia desde hace años y que volvió especialmente para ir a ver ese mismo partido. El problema es que Néstor es un creyente enfermo de cábalas, mufas y de todo lo que tenga que ver con la invocación de la suerte. De la buena y de la mala. Y resulta que Fabián arrastra desde siempre el estigma social de ser yeta.
Planteada la esquemática postal inicial de Todo por el ascenso, ópera prima de Jorge Piwowarski Roza, enseguida quedan claros cuáles son los desafíos que el director y coguionista tiene por delante, en los 70 minutos que restan de película. Un rápido relevamiento de las opciones permite suponer que difícilmente logre encontrar alguna que lo ayude a evadir el destino de mediocridad, a la que su propio imaginario parece condenarla.
A priori la mejor de las opciones parece ser la más extrema: jugarse a fondo por la ruta del humor negro, utilizando la incorrección y el desborde como excusa para la risa. Y después bancarse la crítica de los defensores de la moderación, que encontrarían en esa película posible innumerables excusas (algunas de ellas razonables) para reprobar el exceso de lugares comunes, el uso de arquetipos estigmatizantes y la promoción de tradiciones que perpetúan escenarios de discriminación. Piwowarski amaga a ir por ese camino, utilizando algunos recursos que emparientan a Todo por el ascenso con ciertos códigos de la Nueva Comedia Americana, dejando entrever la intención de acercarse a una versión criolla del modelo ¿Qué pasó anoche?
Al contrario, el director y coguionista decide agarrar por un atajo que lo lleva directo a la jaula de la corrección, del mensaje engañosamente positivo y de la moraleja, sin que ninguna de esas elecciones lo redima de compartir la limitada mirada del mundo que exhiben sus criaturas. Con el Manual del Bienpensante cerca del guión, Piwowarski levanta el pie del acelerador cuando ya es tarde y su película termina derrapando en la última curva.
La decisión de imponer un final feliz solo deja a la vista dos opciones. Puede ser A) el director se revela pérfido en la voluntad de engañar al espectador, haciéndole creer que, como en la Odisea, sus protagonistas han llegado al final del viaje convertidos en mejores personas, cuando en realidad siguen alimentando los mismos vicios del comienzo. Solo que, peor, ahora los ocultan. O bien, B) el director se revela demasiado inocente y se cree su propio truco, sin comprender que la incapacidad manifiesta de sus personajes para aprovechar el recorrido cinematográfico como instancia de transformación no es solo una proyección, sino también un reflejo.