“La verosimilitud está en los detalles”, le dice –y lo volverá a hacer varias veces, como para que quede bien en claro que es importante– la avasallante preparadora de testigos Virginia Goodman (Ana Wagener) a Adrián Doria (Mario Casas) y también a los espectadores de este thriller de la vieja escuela llamado Contratiempo. A fin de cuentas, la idea central del segundo largometraje como realizador del guionista barcelonés Oriol Paulo es justamente esa, que la verosimilitud pasa menos por fotocopiar la realidad que por construir un relato plausible dentro de una lógica interna propia, independientemente de que pueda o no vincularse con lo que suceda de este lado de la gran pantalla. Por eso mismo los cuestionamientos no deberían venir por el grado de verdad de lo que se cuenta –que es nulo–, sino por la viabilidad de esas acciones dentro de las coordenadas planteadas por el guión y, sobre todo, por las elecciones de un realizador que confía más en la oralidad que en las imágenes. Lo que en el cine puede ser un problema. Y aquí, por momentos, lo es.
Da la sensación de que Paulo ideó su opus dos después de haber visto toda la filmografía de Brian De Palma, de quien bebe, sin demasiada preocupación por ocultarlo, su fascinación por la duplicidad y lo reflejado, además de los recurrentes cambios de punto de vista. El juego del doble atravesará el relato de principio a fin, incluyendo un desenlace totalmente absurdo pero que, pequeño mérito del film, adquiere cierto gramaje de coherencia cuando se lo circunscribe al contexto previamente construido. O con una parte, porque Contratiempo es como un castillo de naipes que se arma, se sopla y se vuelve a armar una y otra vez. Todo empieza con Doria esperando ansioso a quien le vendieron como su última esperanza: una mujer con dominio absoluto del arte de la retórica con la que, en apenas un par de horas, deberá preparar una defensa sólida que lo salve de una condena casi segura por asesinato. No es una tarea fácil: él fue encontrado junto al cadáver de la víctima (Bárbara Lennie, la vecina bonita del protagonista de El apóstata) en la habitación de un hotel trabada desde adentro y con ventanas sin manijas, por lo que difícilmente alguien pueda creer en la teoría de un tercer involucrado.
Soria, además, es un poderoso empresario de probados vínculos con el poder, lo que magnifica su caso en los medios y, de paso, encuadra al film en la nómina de producciones españolas de aspiraciones comerciales que agregan elementos críticos de la coyuntura a sus habitualmente clásicos núcleos argumentales. A partir de esa premisa, Contratiempo irá multiplicando sus capas temporales, yendo desde el pasado más reciente del protagonista junto a esa mujer que supo ser su amante hasta las posibles formas de llenar los (en principio pocos) agujeros negros de la teoría oficial. En uno de esos flashback habrá un hecho trágico que no conviene adelantar pero que incluirá al potencial tercero en discordia, permitiéndole a Oriol ofrecer el primero de varios –¿decenas?– de quiebres narrativos, siempre explicitados desde la oralidad de sus personajes en off. Después, quizá ese tercero nunca haya existido. O sí pero fue otro. O todo pudo haber sido exactamente al revés. O nada de lo anterior.
Contratiempo es, entonces, un film rocambolesco y pasadísimo de rosca en gran parte de sus aspectos, desde el tono interpretativo de prácticamente todo el elenco hasta el abusivo uso de la música incidental, pasando por su aglomeración de vueltas de tuerca en los últimos veinte minutos y su capacidad para ponerse a sí misma en abismo. Pero también uno con un convencimiento profundo en lo cuenta y en las particularidades sus reglas y lógicas de juego. Que sean “reales” es lo de menos: si “la verosimilitud está en los detalles”; la verdad, aquí, importa poco.