Christian Gómez, a quien todo Nueva Chicago y el fútbol conoce como "Gomito", jugará este sábado su último partido oficial y se despedirá de la hinchada de Mataderos, del club del cual es hincha, ídolo –con tres ascensos en su haber- y hasta gloria viviente, porque en 2017 levantaron una estatua donde se lo inmortalizó festejando un gol. El partido ante Atlanta (a las 17.05) y por la quinta fecha de la Primera Nacional, se jugará en una dimensión paralela: en ese universo alternativo donde la lógica del fútbol reina sobre cualquier otra, el diez verdinegro –que ya estaba retirado, que no juega desde los cuartos de final del Reducido, en mayo de este año, y que volvió a entrenarse hace cuatro días- será titular y figura indiscutida de los últimos 10 minutos de fútbol de su vida. En el estadio República de Mataderos, cuando el cronómetro marque 10, en su honor, los corazones quedarán partidos: el histórico enganche del Torito se despedirá de su gente, que se apiñará sobre los tablones para disimular el nido vacío. Pero el Gomito, a sus 44 años, también sentirá un vacío. Y será lógico: vistió por primera vez el escudo verdinegro cuando era un chiquito de sólo cinco años y, aunque en su carrera también fue campeón en 2002 con Independiente, pasó por Arsenal y Argentinos y se coronó en la MLS estadounidense, cerrará así cuatro décadas de la mano con Nueva Chicago.
-En 27 años de carrera, casi siempre se te vio jugando de 10 clásico. Para muchos, una especie en extinción...
-Pero a mí siempre me gustó jugar ahí, desde chico.
-¿Qué te atraía de jugar en esa posición?
-Cuando sos chico es cuando más te divertís. En mi casa siempre estuvo presente el fútbol: se miraba mucho "Fútbol de Primera" y los domingos eran intocables. Mi viejo llegó hasta la reserva de Huracán, siempre jugó al fútbol… A medida que pasaba el tiempo, a mí me gustaba cada vez más. Siempre fui feliz atrás de la pelota.
-¿De qué jugaba tu viejo?
-De cinco, en el medio. Pero no era el cinco metedor de hoy, el cinco antes era más lírico: eran los que jugaban y hacían jugar al equipo…
-¿Un Redondo?
-Sí, antes se jugaba más así. Había más espacio, no se corría tanto… Era otro el contexto, se hacían más goles. Hoy tenés que estar en todos los detalles, pero antes se ganaba por 4 a 3 o 5 a 4.
-Hoy muchos técnicos tienen como principio que ‘el que no corre, no juega’, ¿eso dificulta ese fútbol más lírico del que hablabas recién?
-No digo sólo lírico, me refiero a una forma de juego, a un esquema. Fijate Heinze a lo que juega, y hace ya dos años que está en Vélez. Arrancó con chicos del club: con ellos y un par de refuerzos, juega muy bien. Nosotros, en el 2014, lo tuvimos a Pablo Guede y, con el mismo equipo del técnico anterior, salimos campeones. Nos hizo jugar, nos hizo creer que se podía jugar de esa forma y con intensidad, y nosotros estábamos felices. Creo que ese equipo de Guede fue uno de los mejores de Chicago.
-¿Hoy el fútbol menosprecia a quien crea el juego?
-Y, sí... Hoy el enganche tradicional, ese que jugaba en el 4-3-1-2, ha desaparecido. Ya no hay tantos. Porque en inferiores ya no se juega de esa forma. Igualmente, creo que el que tiene buen pie en un equipo siempre va a hacer la diferencia.
-En Independiente te dirigió el Flaco Menotti, ¿qué te dejó?
-Yo era muy pibe, tenía 22 años cuando llegué a Independiente. Soy de escuchar y él era un libro abierto. Te contaba las situaciones que habíamos pasado en el partido en relación con cosas de la vida. No era de encanar y decirte ‘¿vos por qué no cerraste?’. No daba nombres, daba ejemplos. Quería que aprendiéramos. Me dejó cosas lindas, como la forma de juego. Así como te dije que me gustaba jugar con Guede, bueno, con Menotti había jugado de esa misma forma: abierto, con el culo en la raya, mirando toda la cancha de frente.
-Nombraste mucho a Guede. ¿Qué disfrutaste de ese equipo que subió al Nacional?
-Al principio nos costó agarrar la idea, pero nos convenció. Salíamos a jugar y la gente, acá en Mataderos, no lo podía creer. Venía a la cancha como si fuera al teatro. Sabían que ese equipo iba a sacar un aplauso, una sonrisa… Y los rivales nos conocían y se nos cerraban atrás, pero nosotros no nos desesperábamos y seguíamos tocando, abriendo la cancha y, si no lo podíamos ganar, no renunciábamos a ese estilo de juego.
El Gomito Gómez, como cuando era chico y veía partidos junto a su papá Alfredo, disfruta cuando habla de fútbol. Sonríe más si habla del juego que de sí mismo. Lo saben bien sus hijos Gabriel y Valentino y su hija Agustina, que en el desparpajo de sus cuatro años le sacó la ficha mejor que nadie. Antes de que se largara la tormenta, en junio de 2001, Chicago se jugaba su llegada a Primera, tras 20 años sin ascender. El equipo había ido creciendo a lo largo del torneo, y, de un día para el otro, Agustina se enfermó y tuvo que ser internada. Gomito se perdió parte del Reducido para estar junto a ella: no jugó ni la vuelta de la semifinal ni la ida de la final. Ese primer juego definitorio con Instituto, en Mataderos, el volante lo vio por televisión. “Estábamos en la clínica y mi nena me dijo: ‘Pá, ¿qué estás haciendo acá, mirando el partido? ¿qué hacés que no estás jugando?’”, recuerda el futbolista. Haciéndole caso y después de 10 días sin entrenarse -porque todo pareciera ser de a diez en la vida del jugador que creció en La Tablada-, fue titular en el 3-2 en el ex Chateau Carreras de Córdoba y consiguió el soñado ascenso. Ese que no olvidan los hinchas verdinegros, ni los que de su mano pusieron de vuelta al club en la B Nacional en 2012 y 2014, y el ascenso a Primera el mismo año, ni sus 107 gritos de gol señalando el cielo, ni las 422 veces que pisó una cancha hasta convertirse en el histórico con más presencias en Nueva Chicago. Al Gomito, en Mataderos no lo olvidan, ya lo extrañan y todos sueñan con devolverle tanta alegría.