Hace casi cinco años, el NO publicaba una nota que tenía más de tristeza que de épica : el mundial de básquet España 2014 acababa con la lamentable actuación de una selección argentina en las exequias de la ya extinta Generación Dorada. A la pésima performance (3 victorias y 3 derrotas con una paliza ante Brasil en octavos de final) se le sumaban problemas institucionales crónicos que incluían una Liga Nacional desgajada, denuncias de corrupción a la Confederación Argentina de Básquetbol y la amenaza de los jugadores de renunciar a la selección. Ya sin Ginóbili, Oberto, Nocioni ni Prigioni, sólo Luis Scola había sobrevivido a aquel equipo de las tres medallas (plata en Indianapolis 2002, oro en Atenas 2004 y bronce en Beijing 2008), acompañado por nuevas promesas como Facundo Campazzo, Nicolás Laprovittola y Patricio Garino.
Por todo esto es que resulta fabuloso, sorprendente y emocionante el paso por China de esta nueva generación que no debería ser bautizada con nombres de metales sino en todo caso de cueros y sangres: la de estos jugadores que refundaron en el otro rincón del planeta un deporte que los yanquis hicieron show, los europeos volvieron deporte y los argentinos convirtieron en pasión didáctica a fuerza de la Liga Nacional, hermoso invento que llevó la pelota naranja a absolutamente todas las provincias.
Nadie podrá olvidar una performance de éxtasis con puntos sublimes como el triunfo en cuartos de final ante Serbia –cabeza de la vieja Yugoslavia, país que históricamente tensionó la competencia con Estados Unidos– y, sobre todo, ese partido lisérgico de semifinales ante Francia, donde entre fajas, volcadas y triples criminales Argentina pasó a la final ante un rival de NBA que nunca se había levantado de la cama.
Hasta entonces Argentina había ganado todos sus partidos (los tres de la primera fase, dos de la segunda instancia y los mencionados en zona playoff) con momentos de gran juego sostenidos entre la leyenda de su capitán Luis Scola y el apoyo del equipo titular, con Marcos Delía del Monterrey mexicano y el sub-26 con pasado en NBA Nicolás Brussino sumados a los ya experimentados Campazzo y Garino, de la Liga Española. Pero también con la fuerza motora de una promesa que más temprano que tarde entrará al Olimpo de nuestra naranja redonda: el santiagueño Gabriel Deck, figura épica del Real Madrid que ascendió a figura de este mundial desde el banco y se convirtió en el máximo goleador de la contrariada final. El “Tortuga” será nuestro próximo prócer, si es que acaso ya lo es pero aún no llegamos a asimilarlo avanzando entre torres kilométricas de españoles.
Solo una afrenta desvariada le quitó a este guión el cierre de maravilla: tal vez en otro día cualquiera Argentina se levantaba con mejor semblante y se imponía a una España que tuvo fuego de tiro, reboteo en defensa y ataque, una muralla de carne para guarecer su zona pintada y asestar la rival, y la alineación de jugadores más maravillosa de la que se recuerde en Europa gracias al liderazgo de Marc Gasol en reemplazo de su hermano Pau en los dos aros y un soberbio Ricky Rubio, acaso el mejor base que hayamos visto enfrentar a Argentina en toda la historia.
La distancia fue enorme de principio a fin: España comenzó 8-0 y cerró con 20 puntos de diferencia, aunque incluso en momentos de borrasca incontenible Argentina tuvo rachas que lo llegaron a poner a tiro de una sola cifra. Pero el básquet es un juego, y todo juego concibe momentos tristes cuando la felicidad venía prometida, tal como le pasó a un Luis Scola con el cuerpo contrariado justo en el partido donde merecía despedirse acorde a la magia que nos acostumbró. Dolió verlo dolerse porque él merecía más que nadie un match consagratorio. Pero, como aclaró el DT Sergio Hernández al término del partido: “No perdimos la medalla de oro, ganamos la de plata”.
Resultó curioso ese tramo del tercer cuarto en el que, mientras Argentina se jugaba el penúltimo Waterloo en un tiempo muerto, simultáneamente Emanuel Ginóboli reía y revisaba su celu junto a Tim Duncan y Tony Parker, trío legendario de una NBA que –ya lo sabemos– se consagró más como espectáculo que como deporte. Por eso vale –¡reconta vale!– la cara templada final de un Oveja Hernández que comenzó con la sangre en la frente (“Somos otro equipo, muchachos, ¿qué nos pasó? Si no pueden, tengo otros siete en el banco”) pero luego entendió algo simple y que, sin embargo, hasta los más intelectuales rechazan: el deporte es ciencia pero también azar, razón pero emoción.
Las voluntades no siempre juegan a favor y la decisión del Oveja (a quien la CABB alguna vez basureó relegándolo a DT de selección part time) fue sensata: pudiendo rebobinar la pizarra y proponer ideas para complacer a deportistas como si fueran cyborgs, simplemente prefirió priorizar a los humanos, no flagelarlos y respetarlos en un mal día. Dejarlos jugar sin enloquecerlos, aunque eso implique el costo de la derrota. “En la Selección no tenés tiempo de perder por una idea”, dijo alguna vez. Ayer demostró que puede ser de otra manera y se lo agradecen quienes entienden que no todo es meritocracia, gritar como un desaforado y buscar ganar como sea.