Nombrar hasta el hartazgo. Claudia y Clara, Johana y Melina, Micaela y Laura, Soledad y Navila. Nombrar. En la Casa Rosada un aro de básquet. Piensan la fachada presidencial como la portada de google, que va cambiando el motivo, pero lo eligen con menos sensibilidad que una empresa multinacional. Un aro de básquet un 16 de septiembre. Aniversario de los secuestros de estudiantes secundarios que recordamos bajo el nombre de la Noche de los lápices, enlazando así el hecho con las obras –libro y película que lo narraron-. Nombrar porque narrar es fundamental, porque se trata de asir con las palabras esas vidas descartadas, su interrupción cruenta. Nombrar para no olvidar y para impedir el olvido. El negacionismo está en el gobierno y ese negacionismo tiene efectos actuales: expande la crueldad, la vuelve explicable, parte oscura pero necesaria de un modo de resolver los antagonismos. La ministra de seguridad, cada vez que justifica y legitima el gatillo (o la patada) fácil, expande ese aprendizaje, lo deja disponible, se deja atravesar por la enseñanza de la dictadura y vuelve a conjugar el verbo del miedo. Pero también ese aprendizaje reaparece en la crueldad femicida, en la violencia que destruye cuerpos y vidas. Es un saber del castigo y de su normalización. Hecho excepcional sin embargo queda a disposición para ser usado. Y se expande.
No es lo mismo, se dirá, el castigo político contra las rebeliones militantes, producido de modo sistemático y planificado como terrorismo estatal, que la multiplicación de asesinatos individuales, azarosa reunión antes que gerencia total, criminalidad privatizada antes que estrategia pública. Claro que no lo es. Pero negar aquello, no considerar que su gravedad es fundacional y que persiste como huella, es privarnos de pensar a fondo la crueldad del presente. O el modo en que los femicidios ejercitan una forma del castigo y se sitúan como conjunción contingente pero con un claro sentido, disciplinador y aterrorizante. Se sitúan en el horizonte de la rebelión feminista. Cosechan vidas mientras decimos de qué modos queremos vivirlas, cuando las luchas resquebrajan las lógicas de poder patriarcal y deja al desnudo la violencia machista. En una semana escuchamos la denuncia colectiva sobre el acoso sexual en un sitio emblemático de la Ciudad de Buenos Aires y un periodista fue condenado por una violación realizada en el marco de una relación ocasional inicialmente consentida. No son hechos menores. Las denunciantes reclaman libertad sexual, derecho a decir sobre el propio deseo, trabajos en condiciones dignas. No aceptan ni el silencio ni el quedarse en casa. La rebelión es también la denuncia. Y la afirmación de libertades.
Los modos acumulados socialmente de denunciar el terrorismo de Estado, capaces de reivindicar las militancias sin agitar el miedo, atentos para enlazar el reclamo de memoria, verdad y justicia con el compromiso por una sociedad justa, retornan y se recrean en los modos en que denunciamos la violencia contra mujeres, lesbianas, transexuales. Porque también aquí, cuando nombramos a Navila, a Cecilia o a Laura, asesinadas en este fin de semana, sabemos que en ellas se condenan la autonomía, la asunción deseante de las vidas, la capacidad de experimentación, la fuerza de decir no. No las nombramos para expandir el temor, sino para desgajar sus nombres del compromiso en el que los asesinos quisieron fijarlos, adheridos a la sanción contra esa vasta rebelión que acontece, a veces visible y otras, silenciosa. Quiero nombrarlas hoy, pensar esas breves vidas, mientras un aro de básquet cuelga en la fachada de la Casa de gobierno, porque la banalidad negacionista es un modo de la complicidad.