Me quedé dormido leyendo un libro aburrido,
y entonces me puse a soñar que estaba leyéndolo,
así que desperté de puro aburrimiento.
Heinrich Heine
La cuestión del aburrimiento mantuvo despiertos y entretenidos a no pocos. Desde la filosofía hasta la sociología, desde la literatura hasta el psicoanálisis, el aburrimiento –y sus distintos matices– ha ocupado la escena en diferentes momentos sin dejar de suscitar interrogantes. Son muchos los que se han dispuesto a escrutar esta especie de peste que atravesó las distintas épocas de la historia. Ahora bien, resulta fundamental poder, si no definirlo, al menos pesquisar sus diferencias con el tedio y con el spleen. Podemos encontrar en la literatura una rápida diferenciación: Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, sufre de tedio existencial; mientras que Emma Bovary, la protagonista de Madame Bovary de Flaubert, está aburrida de y en su matrimonio, de y en su vida de provincia. Basta leer ambas novelas para saber qué efectos y qué devenir se producen en uno y otro caso.
El spleen, por su parte, cobra otro matiz semántico: del griego splén, significa melancolía. Retoma el rastro romántico que Baudelaire, el poeta maldito del siglo XIX, eleva a los umbrales de la poética. Esa voz, spleen, significa tanto melancolía como impulso vital, tanto negro noctambulismo como voluntad. El spleen no es el aburrimiento, tampoco es el tedio existencial. El spleen bien podría estar sujeto a las primeras formulaciones freudianas sobre la pulsión: no sólo empuje, sino fundamentalmente la constancia que imprime lo inconsciente y de la que nos apercibimos en los síntomas y en los actos fallidos. Es ese tipo de vitalidad que hallamos ligada al deseo, es ese tipo de vitalidad que nos hace tropezar, es decir, despertar. Walter Benjamin, en El narrador, dice: “el aburrimiento es el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”.
El dispositivo presente en Benjamin o en Baudelaire, aquel que suscita un movimiento desde el aburrimiento a la invención, aparece hoy trastocado, invertido: se intenta inventar cualquier cosa con tal de no caer en el aburrimiento: el imperativo reza “prohibido aburrirse”. El aburrimiento de hoy conlleva detención e inhibición bajo la máscara de una actividad permanente. Existe un empuje a la acción, al hacer, como modo de salirse de la inminencia de lo aburrido. El aburrimiento irrumpe hoy cada vez más generalizado, insiste a pesar de que se recurre a artificios cada vez más extravagantes.
Jacques Lacan también se ocupó de pensar el aburrimiento y su particular relación con el deseo. A la altura de Las formaciones del inconsciente (1957-1958), después de hablar del Witz –lugar privilegiado del tropiezo que despierta– lo propuso como coartada frente a la presencia de la Otra cosa. El aburrimiento empieza allí donde se intenta institucionalizar esa otra cosa, domesticarla, encerrarla en una práctica regular; “una ocupación sólo empieza a convertirse en seria cuando lo que la constituye, es decir, la regularidad, llega a ser perfectamente aburrida”. Lo aburrido y lo serio en las antípodas del Witz, de la sorpresa. Está hablando de la práctica analítica, de los analistas que se aburren en sus consultorios porque pretenden dar a su ocupación las “garantías de su estándar profesional”. Pero no habla sólo de eso, podemos hacer extensiva esta cuestión a cualquier otra práctica. Veinte años más tarde, en el seminario La topología y el tiempo (1978-1979), Lacan vuelve sobre la cuestión y nos remite otra vez al seminario cinco para agregar a lo ya dicho que el aburrimiento irrumpe allí donde no hay aptitud para el asombro, para la sorpresa, para el anonadamiento. Si los niños, dice, no conocen el aburrimiento es porque todo los asombra. Pero hoy en día también se aburren los niños, quizás porque se los atiborra de objetos y de hiperactividad y, aun así, terminan siendo un tedio para los padres.
Allí mismo Lacan se pregunta: “¿qué es lo que hace que un sujeto pueda perder la aptitud para el asombro, para ser sorprendido, y conocer el aburrimiento?”. Pregunta que nos concierne y que deberíamos poder hacernos, cada vez, en pos de buscar ciertas pistas de lo que pasa en el consultorio: y lo que pasa en el consultorio concierne a los pacientes pero, sobre todo, al analista. Porque el analista no está exento de perder la posibilidad de sorprenderse.
Desde el sentido común se supone que un análisis es la propuesta de acciones: hay que salir del agobio y hacer, hacer, hay que producir. ¿Producir qué? Algo que llene, algo que sume. En el caso de todo aquello que no es psicoanálisis, la mercancía podría ser la salud, el bien a producir, y es ahí donde ubicamos el adormecimiento propio de cualquier disciplina que se piense como terapéutica. Porque se trata de tapar, de obturar el vacío por donde respira la vida. Lacan lo menciona en el seminario acerca de la ética: los bienes son el más poderoso tapón para el deseo. El bien tiene un valor en sí, no es necesario que sea mercancía, aunque el capitalismo convierta a los objetos del mundo y a los inmundos en mercancía. En este sentido, resulta llamativa la manera en que se ha instalado en las redes sociales el verbo stalkear: arrastra la significación de espiar pero en su vertiente persecutoria; es más bien acosar. Se espía, no en el sentido del voyeur, sino del acosador. Porque en la era donde todo se da a ver ya no hay lugar para espiar, ya no hay resquicios, el dar a ver todo lo consume, incluida la mirada. Se genera entonces la paranoia contemporánea de ser “stalkeado por el otro”, esa paranoia denuncia que no hay velo, que allí donde el fetiche técnico debería funcionar como velo, fracasa y erige en la escena pública aquello que debería permanecer velado. Stalkear, stockear, acumular: el sujeto asoma sobrestockeado de imágenes, de pantallas, de acciones, y el efecto de aburrimiento no es sino un rechazo de la angustia. El aburrimiento retorna agudizado y deviene, muchas veces, tedio.
Hoy se escuchan frases como “no me suma”, “es lo que hay”, “es lo que puedo” o “es lo que me sale”, “quiero pensar menos y hacer más”, por mencionar solo algunas. En estas frases se aloja, además del imperativo a la acción, cierto ideal de la espontaneidad: aquel que confunde lo verdadero con lo espontáneo. Hay un imperativo de ser espontáneo y de salir hacia la acción, hacia la hiperactividad. El problema con el que el sujeto se encuentra es que se le impone ser espontáneo, mandato que lleva la imposibilidad al paroxismo. Es de este modo que el deseo queda aplastado bajo todos estos ideales de la suma de los bienes –no solo bienes materiales, sino también bienes morales–. Desde diversas usinas de información y de marcación de tendencias se promueve el ideal de un individuo autosuficiente y consonante con el fortalecimiento yoico. Es la era de la pantalla y de los apantallados. Los lazos sociales se reducen al uso del objeto técnico, invirtiendo la relación con el consumo: el individuo es el consumido, y la existencia es simplificada al igual que la estratificación de conceptos generales acerca de su presencia en el mundo –la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez– a los fines de clasificar y dinamizar el mercado y la fidelización de clientes. La vida se vacía de erotismo y los sujetos se aplastan por la idealización de la tenencia de los bienes y por la exacerbación de la relación con el propio cuerpo desenganchado del otro, una suerte de abrazo de sí mismo o de autismo social.
El aburrimiento muestra la punta por la que asoma la huida de la angustia, pero no como modo de hacer algo con ella sino, más bien, como modo de rechazarla. Si la angustia es la falta de la falta, el aburrimiento viene, una vez más, como signo de la posición evitativa del “apantallado”.
En definitiva, lo que se ha precipitado es la consigna “prohibido soñar”. La vida concentracionaria, en esta fase del capitalismo, nos lleva al estallido de una vida sin poema, sin sorpresa. El psicoanálisis es una práctica que cuenta con la sorpresa, con la ocurrencia, con lo inesperado. No se trata de entretenerse para no angustiarse, para no aburrirse, sino de propiciar un entre para dejar de tenerse. Al fin y al cabo se trata, en la era de la multiplicación de las mercancías y de la idealización de la suma, de restar y restarse, de no reducir la vida a esa pura presencia del sí mismo. Se trata de no reducirla a un estado de guerra con el espejo en la que se erige el Yo en fetiche y se nubla la relación del sujeto con la causa de su deseo. Se trata de tomar aquello del sí mismo que, antes que aislarlo, lo acerca al otro y a la comunidad en la que vive y con la que construye un sentido real para su existencia.
* Integrantes del Espacio Psicoanalítico Contemporáneo (EPC).