Tal vez todo empieza ahí, cuando la hija llora y la madre se sienta al lado, en silencio y sin tocarla, porque la hija está creciendo y están tomando distancia. O en el descubrimiento de esa explosion de sensaciones que trae el primer orgasmo en la vida de una chica. O como dice la narradora de La inocencia: "Estoy parada, cantando como los demás, sé que soy hermosa, y siento que en mi corazón los mando a todos a la mierda", porque en la salida al mundo de cualquier persona emerge esta escena de rebeldía y autoconfianza, aunque sea fugaz. Momentos iniciáticos que Marina Yuszczuk narra sin dar vueltas, usando las palabras con la misma soltura con la que Eva circulaba en el Edén antes del pecado original, que cita como parte de la religión que toma gran parte de la infancia y adolescencia de su narradora. La verdad se muestra así, en la palma de la mano, y avanza como una tormenta de viento que le vuela los pelos a una protagonista que va atravesando obstáculos, se las ingenia para cumplir sus deseos y se vuelve adulta y desencantada dejando atrás esas luces de la entrada a la juventud.
Primero, la relación con la madre, que se vuelve estrecha en el contacto con un culto muy rígido (los testigos de Jehová, nunca mencionados pero evidenciados por sus prácticas) y por momentos desopilante en sus pilares. La firmeza de los preceptos parecen fundar una disciplina: no la de casarse y tener hijos abrazando la biblia en el caso de ella sino la que va a llevarla a coger y devorar libros, y sentirse tan segura de si misma como para deshacer todo el camino espiritual. La madre, decía, ese espejo en el que mirarse y también el que se rompe para crear la propia imagen, aparece en imágenes microscópicas, incomodidades y también complicidad yculpa. “Le gritaba que se fuera, y ella chasqeuaba la lengua como descartando con un simple sonido esas pretensiones de privacidad ridículas” dice de sus años de gordura y fe ciega, detectando esa falla donde la confianza se vuelve invasión y desencuentro entre madres e hijas. Después, el descubrimiento del cuerpo, cuando baja 30 kilos y dice “no hay nada mas euforizante que una mujer que adelgaza”, recreando el entorno que celebra la flacura sin disimular, como si lo otro, los kilos demás, fueran un escarnio.
Más tarde, el sexo “¿Cuánto de lo que siento todos los días nace de la concha?”. Yuszczuk va hilando estas capas de sentido para volverlas una orquesta que suena bien, porque ¿quién no se identifica con una piba que crece y se desangra por amor, piensa que los padres son lo menos y se va desencantando una a una de las cosas que en su niñez le parecían deseables y potentes? La narradora de La inocencia avanza y retrocede casilleros para abandonar esa piel que la hacen habitar y crear la propia, como si ese gran objetivo en la vida no fuera después (y eso es lo mejor de la novela) una gran desilusión en si misma.
La narración sobre el sexo, el hallazgo de ese placer, es tan detallada como hermosa en los amantes y en la propia exploración. “Era una fruta, brillante, animal, espantosa y alienígena, lo que yo tenía entre las piernas” describe gracias a los libros que logra arrancar de la biblioteca familiar.
Poeta, crítica y creadora del sello Rosa Iceberg, Yuszczuk es también autora de Lo que la gente hace (Blatt y Ríos), Madre soltera (Mansalva), Los arreglos (RI), La ola de frío polar (Gog y Magog) y ¿Alguien será feliz? (Blatt y Ríos). Casi al final de su primera novela concluye junto a su narradora: “El largo camino que tiene que hacer una chica para entender que la opinión de ningún hombre le tiene que impotar está lleno de obstáculos, pero es el único que vale la pena”.