Como Marion Crane en Psicosis, Mónica se quedó con plata de un cliente, en la oficina en la que trabaja. Pero ella no escapa, no se siente perseguida por la culpa ni recibe un castigo desmesurado. Simplemente trata de reunir el faltante que debe cubrir a la mañana siguiente. El suyo es un largo viaje de la noche hacia el día y, como en todo viaje (los de la literatura y el cine, al menos), durante ese lapso cruzará su destino con el de otras personas, a quienes circunstancialmente necesita y en quienes de algún modo se ve reflejada. En su regreso al cine resueltamente narrativo después de haber hecho toda una carrera de la observación y la abstracción, Gustavo Fontán (El árbol, Elegía de abril, El limonero real) ve en la protagonista de La deuda el signo de una sociedad para la que el dinero parece serlo todo. Hasta el punto de teñir todas las relaciones.
Mónica (Belén Blanco) es una máscara. Impasible e inalterable, con un tinte de angustia que la actriz le presta al personaje. Sus acciones son casi secretas para el espectador. Lo primero que hace al salir del trabajo, el día del robo, es entrar en una boutique y comprar un par de vestidos. Uno para regalar, el otro para ella. El regalo es para su hermana Laura (Andrea Garrote), que cumple años. Mónica va a casa de Laura, charla un rato, come algún canapé, pide plata y un rato más tarde anuncia, para sorpresa de su hermana y su marido (Pablo Seijo), que no se queda al festejo.
En la entrada del edificio se topa con Sergio (Marcelo Subiotto), quien se ofrece a llevarla hasta la casa. Por lo visto, ella y Sergio son o fueron amantes. Entre ambos hay más cuentas impagas (más deudas) que ardor. Sergio, sin embargo, está dispuesto a ayudarla. Cruzan al conurbano por algún puente de zona sur. En casa, Mónica se encuentra con su marido Pablo (Edgardo Castro), que, en piyama, desaliñado y con la barba crecida, parece el monumento a la depresión. Mónica busca unos ahorros, no los encuentra, discuten y antes de irse agrega varios ladrillos a ese monumento.
El mundo de La deuda es uno de clase media pauperizada. “Tenés auto nuevo”, le dice Mónica a Sergio. “Bueno, nuevo…”, sacude él la cabeza. “Nuevo para mí puede ser. Pero muy nuevo no es”. Los vínculos están deteriorados: en la escena inicial, cuando Mónica bajó a la vereda a fumar un cigarrillo, una mamá le tira un juguete al hijo. En casa de Laura están preocupados con el costo del colegio para los hijos. El marido de Mónica, que da toda la sensación de estar desocupado, guarda celosamente los escasos ahorritos.
La relación con Sergio se parece más a una transacción, con el interés del préstamo de por medio. Al final de la noche, en el bingo de Avellaneda, Mónica se encontrará con una adicta al juego que le es sumamente familiar y que no parece en condiciones de ir más allá de la palabra “yo” (Leonor Manso). En la calle se oyen sirenas, estacionan patrulleros, alguien se lamenta sobre el cordón de la vereda.
¿De qué deuda hablará el título, aparte de la literal? ¿De la que la sociedad tiene con el mundo de los afectos? ¿De la social? ¿De la externa, que hace de cada peso un tesoro? Mónica se ofrece a la cámara como esfinge o pantalla: no hay modo de ver a través de ella. De los planos de ambiente, siempre en fuga gracias al uso del teleobjetivo, puede componerse, tentativamente, el mapa de muros y cortinas metálicas de lo que alguna vez, hace mucho tiempo, fue una zona fabril. El viaje es nocturno: no hay lugar para ninguna luz. La deuda es una película absolutamente interna y, a la vez, una suerte de fresco urbano: esto no será toda la Argentina, pero es, seguro, una parte significativa de ella.