El truco es tan viejo como el cine mismo y se llama reinvención. Sin alejarse del terreno de los superhéroes, las frases más escuchadas y leídas en tiempos del estreno de Batman (1989), la película de Tim Burton, estaban ligadas a la “oscuridad” del personaje y su entorno. Lógico: en la memoria colectiva la imagen del hombre-murciélago, como las de su asistente y archienemigos, estaban indisolublemente ligadas al súper color de la serie de los 60, con sus pum, wow y paf dibujados en pantalla y el sentido de la ironía a flor de calza. Salvando todas las distancias del caso, que son muchas y muy variadas, en el fondo la operación Guasón no es otra cosa que un intento por desarmar y reconstruir al famoso villano con una fórmula diferente a las de sus encarnaciones previas (aunque la referencia al Joker psicópata de Heath Ledger esté a mano, bien cerca). El no tan previsible León de Oro en el Festival de Venecia para la película de Todd Phillips, otorgado por un jurado presidido por la salteña Lucrecia Martel, marca una rotunda primera vez: nunca, hasta ahora, un festival de esa categoría y prestigio había premiado un film basado (aunque, en este caso, muy libremente) en una historieta. El galardón señala también la entronización autoral de su director, quien, a pesar de haber dado un paso en esa dirección con la anterior Amigos de armas, para muchos sigue siendo “apenas” el responsable de títulos como Viaje censurado y la remake de Starsky y Hutch, además del creador de la trilogía ¿Qué pasó ayer? (“apenas”: las comedias populares, se sabe, nunca logran destruir el desdén de una parte del público y la crítica). Guasón desembarcará en las salas comerciales dentro de diez días, amparada en aires reputados y la ansiosa espera de un público que mezcla a los seguidores de cuanta producción superheroica se produzca anualmente con una audiencia más general, curiosa por saber de qué se trata todo el ruido. El estreno, además, viene enrollado en un envoltorio de polémica, generado por la brecha entre las reseñas extremadamente positivas (la expresión “obra maestra” pudo leerse en más de un texto) y aquellas que destacan con furia argumentativa sus aspectos más negativos. Curiosamente o no tanto, muchas de estas últimas terminan corriéndose, tarde o temprano, de la disquisición estética para hacer hincapié en la posible identificación del espectador (de algunos espectadores, al menos) con un sociópata que se edifica en pantalla, desde los primeros esbozos de violencia reactiva a la explosión desembozada de la locura, el caos y el crimen.

Se ha dicho mil veces y es necesario repetirlo: Guasón está más cerca del estudio psicológico de una mente criminal en desarrollo que de los placeres y vicios de la última producción del universo DC o de su par y contrincante Marvel. Sus formas narrativas y tono general, por otro lado, recuerdan más a cierto cine estadounidense de los años 70, con sus ocres y verdes granulosos y aguachentos, que a las texturas spandex y efectos especiales ubicuos del cine superheroico. El logo de Warner Bros. que abre la película, rojo y en movimiento, no es otro que el de aquellos años, guiño cinéfilo y anticipo de referencias temporales. Y sí: Taxi Driver y El rey de la comedia, ambas de Martin Scorsese, son dos enormes influencias del relato, evidentes, literales. Y si bien el Guasón según Phillips y su coguionista Scott Silver toma algunos elementos del comic ochentoso Batman: The Killing Joke, aquí no hay baño de químicos desfigurantes que funcionen como gatillos de la demencia: el ascenso desde el subsuelo de la ciudadanía anónima al trono de enemigo público número uno es gradual y meticuloso. “Deseábamos mirar todo a través de una lente tan real y auténtica como fuera posible”, declaró Phillips en una de las pocas entrevistas previas al estreno mundial en Venecia, en conversación con el periódico Los Angeles Times. “No creo que en el mundo real, si uno se cae en una tina de ácido, la piel se vuelva blanca y aparezca una sonrisa y el pelo se ponga verde. De forma que comenzamos a hacer una especie de ingeniería inversa alrededor de esas cosas y todo se puso muy interesante. ¿Qué tal si él fuera un payaso en uno de esos lugares en los que se contratan servicios de entretenimiento? Fue uno de los guiones más divertidos de escribir porque, realmente, sólo estábamos rompiendo reglas”. Del dicho al hecho, sin embargo, no hubo un solo paso, y es posible imaginar decenas de reuniones de juntas directivas de inversores sopesando probables peligros y beneficios a la hora de transformar a un villano de historieta, consumido por millones de niños y adolescentes a lo largo y ancho del planeta, en un violento criminal cuyos actos no se diferencian de los de un asesino serial. La calificación R obtenida en los Estados Unidos –que deja afuera a los menores de 17 años, a menos que estén acompañados por un mayor responsable– fue una jugada comercial de alto riesgo que, sin embargo, ya está rindiendo sus frutos: la diferenciación de producto, en términos comerciales, ha sido todo un éxito.

Joaquin Phoenix y Todd Phillips

TAN GRACIOSO QUE DUELE

Joaquin Phoenix es un caballo ganador: ya se habla de una nominación como mejor actor en la entrega de los premios Oscar del año próximo. Su Guasón es puro nervio expresivo. Expresionista. Como un Emil Jannings del nuevo milenio, Phoenix pasa de los hombros caídos y la sonrisa triste del portero de La última carcajada a la malevolencia universal y rictus sardónico de Fausto. El actor nacido en Puerto Rico suma un nuevo personaje a su galería de criaturas atormentadas y tormentosas y aquí está más cerca del Freddie Quell de The Master, la película de Paul Thomas Anderson, que de cualquier encarnación previa del archienemigo de Batman, con la excepción, nuevamente, de algunos rasgos del demencial Ledger. En la primera escena (y en la segunda y así hasta los momentos climáticos del final) no hay ningún Joker. Sí hay un Arthur Fleck, de profesión payaso de alquiler. Fleck no forma parte de ningún circo y sus actividades incluyen algún que otro trabajo en la sala de pacientes pediátricos del hospital y la eventual transformación en hombre-cartel, promocionando las ofertas y liquidaciones de un local que da a la calle. En esas anda el hombre cuando un grupo de adolescentes algo sádicos le saca de las manos la pancarta; la persecución termina en paliza y humillación, el primer peldaño de una escalera de patetismo que lo llevará en un sendero siempre descendente, hasta que la balanza comience a pesar en sentido contrario. Las calles de la ciudad, con sus avenidas anchas de tránsito caótico, automóviles enormes y cuadrados, callejones con o sin salida y la mugre floreciendo en cada esquina remeda a una Nueva York pre Giuliani, pre transformación del negocio de bienes raíces, pre gentrificación y hispterización, cruza de las calles de los Guerreros de Walter Hill con el Deuce de los 70 reconstruido en la serie de David Simon y George Pelecanos, más alguna referencia visual muy específica a Contacto en Francia. En Guasón el feísmo urbano es característica formal y a eso el guion le suma una invasión de ratas gigantes, que los televisores no dejan de describir como emergencia sanitaria. Fleck vuelve a casa después de un día de trabajo, al encuentro de su madre enferma, trayendo algo de dinero, que será menor a lo esperado: la pérdida del cartel, más allá de las circunstancias, será rigurosamente debitada del pago. Por la mañana, Fleck se mirará en el espejo mientras aplica la máscara blanca que hace las veces de base de una mueca cómica dolorosa. No será la última vez que lo haga, desde luego.

“Realmente, no me importan cuestiones como el género o el presupuesto, cosas como esas. Lo importante es que haya un realizador con una visión única, una voz, y la habilidad para hacer la película”. Seco, cortante, Phoenix –una figura de la industria del cine de Hollywood que se ha resistido a la categorización fácil y que suele elegir sus papeles con gran celo y también recelo– respondió así a una de las preguntas del periodista del The New York Times Dave Itzkoff, quien dedica las primeras líneas del artículo a describir la sensación, durante la entrevista, de ser la presa de un gato jugando con él antes de devorarlo. Phoenix el monstruo: un elemento que Phillips explora y explota en la película, otro juego de espejos que se suma al más elemental y evidente entre el personaje Fleck y el personaje Guasón. Datos, trivia repetida hasta el hartazgo por los medios: Phoenix bajó muchos kilos para interpretar al personaje (el peso del actor/la actriz: esa obsesión del periodismo no especializado); la película no se parece a ninguna otra producción de superhéroes y muchos fans se sentirán defraudados (la futurología, otro deporte favorito); existe la posibilidad de un efecto imitación en los espectadores, ya que no es lo mismo un film de arte y ensayo que un producto comercial (las voces más puritanas de la crítica contemporánea se parecen, por momentos, a las del viejo William H. Hays, el principal impulsor del código de autocensura que dominó Hollywood durante más de tres décadas). Phillips era consciente de que su Guasón podía generar este tipo de polémicas: la historia de este perdedor absoluto, una criatura con serios problemas psicológicos que está a punto de quedar fuera del sistema, y su mutación en vengador anónimo, en referente de las masas que descansan en la base de la pirámide de una sociedad injusta, casi un asesino robinhoodiano, no forma parte del imaginario del cine popular y ATP. Guasón es, como su protagonista, una película border, más jugada que la mayoría de sus pares en términos de tono y trama, y las referencias al universo de origen son escasas y fugaces, casi un punto menor de un contrato que era obligatorio cumplir. En cuanto a la transformación de su personaje, de sus actos crecientemente anárquicos, demenciales y, desde luego, criminales, Phoenix afirmó que “hay ciertas áreas del personaje que, francamente, todavía no están claras para mí. Y está todo bien con eso. Hay algo disfrutable en la posibilidad de no poder responder a un montón de esas preguntas que requieren de cierta participación de la audiencia”.

LA LARGA RISA

Arthur Fleck se reúne regularmente con una psiquiatra, citas que, sin aviso previo, serán abortadas por los recortes en el presupuesto de asistencia social. El paciente confirma que continúa tomando los siete medicamentos de un cóctel que lo mantiene –más o menos– estable, aunque ciertas señales (su manera de hablar, las frases anotadas en el diario, los dibujos mezclados con recortes de revistas porno) no parecen indicar precisamente una mejoría. El sueño de Arthur es dejar atrás el maquillaje, las pelucas de pelo verde y a ese jefe sarcástico y abusivo para intentar un posible camino en el arte de la comedia stand up. Su ídolo es Murray Franklin, el comediante y responsable del late night show que, todas las noches, mira en la tele junto a su madre Penny (Frances Conroy). Franklin es Robert De Niro y Arthur su Rupert Pupkin. O su Travis Bickle. Ambas cosas, en realidad. No se trata, de ninguna manera, de una reversión cruzada de las dos famosas películas de Scorsese, aunque las referencias son algo (bastante) más que un guiño: Phillips reutiliza elementos de El rey de la comedia y Taxi Driver para describir la evolución en pantalla de un Guasón en gestación. Una idea sencilla, pero potencialmente brillante, del guion hace que los incontenibles ataques de risa de Fleck/Guasón sean el resultado de una condición clínica, corolarios de una concusión ocurrida en algún momento del pasado. En una escena temprana a bordo de un ómnibus, uno de esos súbitos e irrefrenables accesos de risa –que suelen terminar en toses y ahogos, ataques de angustia reconvertidos en risotadas– es explicado por un pequeño cartel que el protagonista lleva consigo a todos lados. A medida que los golpes físicos y metafóricos de la vida comiencen a acumularse –sumados a un secreto del pasado que, real o imaginado, resurge en el momento menos indicado– ese “no puedo evitar reírme” se convertirá velozmente en otro “no puedo evitar…” de índole mucho más peligrosa. El cuerpo social, cuando está tan enfermo que no consigue fabricar los anticuerpos de solidaridad necesarios para mantener cierto equilibrio, genera cuerpos humanos enfermos. Esa parece ser, en esencia, la tesis de Guasón, su arista más superficial y simplona y, paradójicamente, el corazón de su fortaleza.

El primer crimen de Fleck es inesperado, catártico, horrible, innecesario, deseado. Ese filo extraño, una vez cruzado, no ofrece posibilidad de contramarcha y el camino hacia la reconversión en Joker, en monstruo, es absoluta e irremediable. También absoluta e irremediablemente humana. Al fin y al cabo, el asesinato siempre es excepción, aberración y, al mismo tiempo, una de las actividades humanas más frecuentes desde el inicio de los tiempos. El Guasón es la respuesta amoral a un mundo decadente e inmoral. Guasón, la película, no es tan profunda ni reflexiva y esos conceptos nunca devienen en meditación aguda, pero de ninguna manera se trata de “un perfecto ejemplo del vacío de nuestra cultura”, como afirmó en un incendiario texto la crítica de cine estadounidense Stephanie Zacharek, una auténtica diatriba contra la obra de Phillips. La fascinación por el mal, ya sea encarnado por figuras reales o sus versiones más fantásticas, forman parte de nuestro esqueleto psíquico y social, un espejo en el cual poder mirar(se), y las creaciones de ficción, desde tiempos inmemoriales, no han hecho más que posibilitar el contacto con ese límite, usualmente vedado para la mayoría. “Me pareció que era una aproximación interesante y novedosa al mundo de las historietas”, declaró Phillips. “No tomamos nada de un comic en particular, sino que elegimos lo que nos gustaba del canon de ochenta años de vida del Guasón para crear la historia, que bien podría haberse llamado ‘Arthur’ y, simplemente, tratar acerca de un payaso. Lo que más me interesaba era deconstruir un poco el concepto de historieta, eso fue lo más estimulante”. 

El Guasón de Phillips/Phoenix no es tanto un modelo a seguir –como parecen sugerir algunas voces, descendientes de aquellas que, noventa años atrás, afirmaban que los gangsters del cine eran casi más perniciosos que los reales– como un reflejo ponzoñoso de los males reales que asolan nuestro mundo. Más allá de las fugaces referencias al Asilo Arkham, al político en ascenso Thomas Wayne y a Ciudad Gótica como un espacio de locura y criminalidad creciente, la gran fuerza de la película de Phillips es transformar al archi villano (a pesar de los mohines de “Mente Maestra Criminal” que comienza a adquirir) en un hombre de carne y hueso, tan frágil como capaz de las peores perversiones y atentados a la humanidad.