Ad Astra es una frase en latín que significa "hasta las estrellas". Si bien su origen puede rastrearse en los textos de Virgilio del último siglo antes de Cristo, fue Séneca quien le dio su uso más conocido con la variante "Ad astra per aspera" ("Hasta las estrellas mediante el sacrificio"), la misma que se lee en la placa conmemorativa del monumento a los tres astronautas fallecidos en la misión Apolo 1 y que desde entonces funciona como despedida a las personas vinculadas a la astronáutica. Ad Astra es también la frase elegida por James Gray para bautizar su séptimo largometraje como director, un título acorde con el que debe ser el relato espacial más intimista, menos rimbombante y más genuinamente preocupado por las emociones -lo que no implica emotivo- que se haya hecho en años.
Más allá de su notable trayectoria iniciada hace 25 años, Gray sigue siendo un cineasta casi secreto, el dueño de una mirada difícil de encasillar y, por lo tanto, de comercializar. Sus películas parten de géneros tradicionales (el policial en Cuestión de sangre, La traición y Los dueños de la noche, el drama romántico en Dos amantes, el melodrama de época en la aquí inédita The Inmigrant) para luego darlos vueltas como una media mediante un depurado trabajo de guión y puesta en escena, aunque siempre con los vínculos familiares como tema central. ¿Qué es, entonces, Ad Astra? Una película que plantea las coordenadas habituales de las odiseas espaciales pero rápidamente rumbea hacia nuevos horizontes. Allí asoman la aventura lo-fi digna de un Julio Verne con ansiolíticos, los monólogos interiores al estilo del mejor Terrence Malick –el de la reflexión filosófica de La delgada línea roja, no el religioso que busca a Dios en Knight of Cups y To the Wonder– y, desde ya, una pátina metafísica en cuyo eco resuena con fuerza 2001: Odisea del espacio.
Pero Gray es alguien menos interesado en la acción que en cómo ella interpela a sus personajes, en su mayoría hombres emocionalmente quebrados. Y vaya si el personaje central de Ad Astra lo está. El mayor Roy McBride (Brad Pitt en un registro minimalista opuesto a la explosividad de Había una vez...en Hollywood) trabaja en una base especial cercana a la Luna, que en el futuro cercano en el que transcurre el film -"una época de esperanza y conflicto", asegura una placa inicial- es mucho más que un símbolo de romanticismo. Como si sueño húmedo de Elon Musk se hiciera realidad, los viajes en cohete son cosa de todos los días para civiles: la inmensidad del espacio nunca estuvo más cerca.
En la primera escena se lo ve trabajando en una torre de la base envuelto con los clásicos traje y escafandra, hasta que una onda energética altera el funcionamiento del lugar y deja a Roy a la deriva de los caprichos de la falta de gravedad. Es quizás el único momento de toda la película donde se impone espectacularidad y gigantismo, un comienzo que preludia la odisea que vendrá pero no su tono introspectivo, casi confesional, ni la escala humana del asunto, ni mucho menos la ausencia de cualquier conflicto que implique batallas intergalácticas o apariciones extraterrestres.
El asunto aquí va por otro lado. McBride es hijo de un reputado astronauta que formó parte de una misión que partió a Neptuno varias décadas atrás. Nunca más se supo nada de él. O eso al menos afirmaron las autoridades. Frente a ellas, Roy recibe tres novedades, una buena y dos malas: la primera es que papá estaría vivo; las otras dos, que probablemente haya sido el responsable de generar la onda y que ahora él deberá ir a buscarlo. A partir de ahí, y al igual que The Lost City of Z, la película inmediatamente anterior de Gray, Ad Astra podría definirse como el relato de un viaje físico y espiritual al corazón de las tinieblas. De allí partió no solo la onda sino también el imaginario penitente de un McBride Jr. que, antes que a su padre, busca encontrar algo de paz en el infinito y más allá.