¿Qué significan 11 pesos invertidos desde el Estado por cada una de las que nos reconocemos en femenino para protegernos de la violencia machista? Una cantidad de femicidios por año que convierte en invisibles a esas muertes. O en números. Apenas pasa poco más de un día para que otro cadáver se sume a la cuenta aunque nadie lo cuente. ¿Y cómo contar tantas veces, todos los días, lo mismo? Hasta que los números se aceleran, cuatro cuerpos descartados de distintos modos, convertidos en restos por distintos perpetradores, compartiendo todos el mismo método de la crueldad. Entonces sí, la estadística desquiciada perfora la pantalla, ahí están el asombro y el dolor colectivo, la impotencia generalizada, los noticieros, los diarios, las radios y los programas de chismes, los chats y las redes sociales.
11 por día por cada potencial victimizada y por cada víctima para frenar y erradicar la violencia de género es este nudo en la garganta cuando ya no es noticia la batalla que se jugó en esos cuerpos ya enterrados, los cuatro del fin de semana pasado, el quinto del miércoles que pasó casi desapercibido, el que tocaría por estadística para el viernes y para el domingo. Tal vez el del domingo sea herencia del día de la primavera, las fiestas hacen eso, lo aprendemos cada fin de año cuando esas reuniones familiares que la publicidad alimenta con sonrisas y mesas bien puestas como si arrojaran leña la hoguera donde se van a cocer las brujas dejen su saldo de violencia puertas adentro -pero tantas veces enfrente de niñes- o de violaciones en manada; o de femicidio. Este año 2019, los feminismos estuvimos en la calle el 2 de febrero, porque todos esos hechos se acumularon contra nuestros propios cuerpos reparados todo el tiempo a fuerza de insistir en abrazos, cuidados y militancia. Y acá estamos, al filo de la primavera, con más números que se repiten, con cinco nombres a los que nadie responderá cuando se los enuncie.
11 pesos es, a la vez de insuficiente, una cifra falsa porque piensa a la violencia machista como un hecho aislado y apenas repara en las razones estructurales por las que tantas veces no se puede decir NO, no se puede salir del círculo, no hay dónde ir, ni dinero para comer, ni espacio donde se escuche que esa desnudez que se siente cuando hay alguien capaz dejarlo todo con tal de dejar de ser víctima. ¿Pero cuando se puede vivir con ese despojo? ¿cuánto se aguanta? Ah, pero si volvés. Si volés no tenés remedio, te lo buscaste; jodete. 11 pesos es esa nada alrededor, es ese cansancio extremo de las compañeras que tratan de hacer redes pero ya no les dan los brazos porque el cuidado entre nosotras no tiene reconocimiento y porque a la comida, la vivienda, el transporte hay que buscársela como se pueda y bueno, la urgencia es el hambre pero el hambre nunca es el mismo para esas que fueron victimizadas y para las potenciales víctimas; porque así es como se reparten esos 11 pesos.
11 pesos invertidos para frenar la violencia machista por cada persona que podría sufrirla son las esperas de 8, 10, 12 o 20 horas en la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema, ahí en Tribunales, donde las que no dan más van a buscar medidas de protección; donde ahora mismo en que las estadísticas de femicidios se desmadraron seguramente hay más compañeras, más familias enteras que salieron con lo puesto, más denuncias que atienden tan pocas. ¿Y cómo creen que estarán las trabajadoras precarizadas de las líneas de atención que figuran en cada noticiero en que se repite que cuatro mujeres fueron asesinadas brutalmente en 48 horas? Con sus contratos precarios, sus auriculares y micrófonos llenos de hongos, las sillas rotas donde se pasan horas y horas escuchando historias que tratan de resolver o al menos encaminar para que todas se encuentren en los cuellos de botella de las medidas de protección primero y después de la falta de recursos para la vida cotidiana, de la huida permanente, de la falta de vivienda, de la rasgadura en el territorio del cuerpo que es el hambre.
Prácticamente todos los días una mujer o una travesti es asesinada por ser quién es, por portar el cuerpo que porta, por haber aprendido a fuerza de crueldad que a veces la sumisión es una estrategia de sobrevida. Pero claro, cuando se denuncia la violencia machista, el acoso laboral que se ampara en la precarización, el abuso enquistado en los lugares de trabajo, de militancia, de estudio, de recreación; ahí se nos va la mano. Ahí tenemos que parar un poco y aclarar que no son todos los hombres, que hay hombres buenos, como dijo una conductora de televisión mientras entrevistaba a una fiscal que exhibía cuánto le cuesta a la Justicia identificar los femicidios que nosotras, nosotres sentimos en el cuerpo. En los cuerpos que ahora son restos y en los nuestros, los que reciben el eco de la violencia como un rayo de indignación y de dolor y a pesar de eso seguimos nombrando, denunciando, marchando. Hablen, varones, denuncien a sus congéneres, mírense al espejo, dejen de demandarnos a nosotras tareas para hacer o reconocimiento de sus bondades. Para esto tampoco alcanzan los 11 pesos.
¿Y en qué parte de los 11 pesos entran los espacios que se cerraron para la atención de personas vulneradas por la violencia machista? ¿en que parte de la asfixia económica cotidiana se cuenta la crueldad del Estado y su indiferencia para proteger las redes que ya están creadas y que funcionan a pesar del Estado? Ahora mismo, por dar un ejemplo -y por razones que pueden encontrarse en otras páginas de este mismo suplemento- la crisis le cortó la luz a un edificio de seis pisos que la mutual Sentimiento coordina y donde funcionan cooperativas de trabajo, bachilleratos y primarias para adultes y también específicos para personas trans, una farmacia que no especula con el precio de los medicamentos porque su labor es una labor social, un nudo de acceso territorial a la Justicia, compañeras que asesoran frente a la emergencia de un aborto o frente a la violencia machista; ese edificio no puede funcionar. El trabajo de las cooperativas que alimenta a más de 50 familias no se puede entregar y las consecuencias no hace falta describirlas. En ese edificio es donde se han realizado las asambleas feministas en las que elaboramos las marchas donde gritamos ¡Ni Una Menos! ¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!
Ya pasaron demasiados días de que la acumulación de femicidios pusiera en primer plano las caras y los nombres de cuatro de nosotras, sus vidas interrumpidas ahora sólo acumulan morbo y expedientes judiciales; no hay seguridad que se consideren sus asesinatos como femicidios, porque desde 2012, cuando se instaló esa palabra en o jurídico apenas si hay 100 causas así calificadas. ¿Hubiera salvado las vidas de miles que haya más causas con esa carátula? No por ese sólo hecho, pero daría cuenta de que hay jueces y juezas, fiscales, secretaries de juzgado, vocales y etc con alguna formación que les permita identificar estructuras de poder -y de crueldad sistemática- que se ponen en juego en los femicidios, en la eliminación brutal de mujeres y travestis. Pasaron demasiados días, la noticia se difumina y sin embargo no deja de doler. El gesto que nos queda en el cuerpo es ese de reaccionar cuando alguien levanta la mano, un acto reflejo de resistencia porque sabemos que esto no se acaba y tienen razón las adolescentes cuando dicen que temen ser la próxima. O que se niegan a ser la próxima. Que nos se nos haga cuero la piel. Elegir el dolor y la rabia frente a los femicidios es una manera de decir basta, de dejar en carne viva la urgencia de seguir develando sus tramas estructurales, los modos en que se explota nuestro tiempo, nuestra vitalidad, nuestro deseo para encajar en los planes de modelos de extracción, producción y consumo que nos necesitan sumisas, solamente madres preocupados por les otres, temerosas de no poner en la mesa el plato de comida. El dolor y la rabia también son nuestra fortaleza en este llanto que igual corre por la cara y sin embargo no empaña la mirada. No los abandonemos, porque ya es tiempo, porque ya basta. Ni Una Menos.