“Cuanto más nos miren, menos nos verán”, dice una de las chicas, mientras los amigos se visten con medias de lycra y bombachas en la cabeza para salir a la calle. “Te invito a ver un muerto”, dice el otro. Y ésta podría ser una propuesta de lectura de El tormento más puro, el nuevo libro de cuentos de Fernanda García Lao. Provocación, desenfado y una determinación de eludir los encasillamientos a la hora de narrar, son algunas de las marcas de escritura que la autora viene consolidando desde Muerta de hambre, en 2004. Siguiendo con La piel dura (2011), Cómo usar un cuchillo (2013), Fuera de la jaula (2014) hasta, Nación Vacuna (2017), entre otras obras.
Bebés trillizos metidos en una caja, muñecas con la voz de una niña muerta, otra niña que chupa arañas, el bebé que come una serpiente, la mujer que copula con el piano, un corazón humano que late en la nieve. En El tormento más puro García Lao muestra el mundo de maneras raras, lo vuelve desconcertante y obliga al lector a removerse en su silla. Porque si bien encontramos en sus cuentos mundos familiares, realistas y tangibles, estos no tardan en mutar a otra cosa. “Cada vez que Estelita sale a dar un paseo, vuelve embarazada”. O: “Tiene dos años desde hace tiempo y así será hasta que la descongelen”; “Me enteré de que papá ya no existía mientras estaba con Emma”; son algunos de los comienzos de estos cuentos que punto seguido, comienzan a deslizarse hacia un abismo que se abre dentro del texto y por ende, del lector.
Valga como ejemplo algunos de los relatos. En “Ácaros”, Lao pone la lupa sobre esos bichos diminutos, inalcanzables para el ojo humano: “Son cientos de seres consumiendo las células muertas de mi piel, gozando en la grasa de mis glándulas. Criaturas que me mastican de a poco.” También en “Las parlantes”, donde el dueño de la juguetería “Fingen”, Álvaro Fingen (sí, también humor corrosivo) presta con orgullo la voz de su hija de 6 años para renovar unas antiguas muñecas. Cuando la niña se enferma y muere de golpe, el hombre pasa toda la noche dando cuerda a esas muñecas buscando “escuchar a la fallecida”. En “Huérfanos en la nieve”, una mujer se recluye en un monasterio, un lugar de clima helado, para atravesar el duelo por su padre muerto y termina encontrándose con algo extraño. “Familia de vidrio” retrata la desesperación de una mujer que termina conviviendo con un maniquí al que llama Henri. En “Sopa” una chica sueña con una pareja que está a cien kilómetros de distancia. Y en “Útero fácil”, otra no puede dejar de embarazarse mientras su madre le dice que es su culpa (“sos demasiado erótica”).
Hay también relatos más cercanos al realismo, como “Fuera de hora”, donde un hombre se propone dejar de beber por amor. “Conmigo no cuenten”, en el que una vieja moribunda es capaz de cualquier cosa con tal de no dejar su herencia a sus familiares. O en “Casi un santo” donde un padre de familia deja la casa y camina a la deriva. (“Abandona su casa para ser un yo. No tiene un yo todavía. Pensó que estaba siendo utilizado. La mujer que dormía con él y las dos criaturas de la otra habitación eran seres hambrientos. Lo estaban devorando. Así creyó. Esos dientes le marcaban el cuerpo. Alimañas tímidas pero alimañas”).
En la obra de García Lao, lo real de la carne está en primer plano. Si el humano es - primero y antes que nada - cachorro humano, ese real del cuerpo nunca termina de quedar investido en los personajes y situaciones de estos cuentos. “Veo unas tetas entre las hojas verdes. Varios pares. Tiradas ahí en el pasto, los pezones hacia arriba” y “Bajo el jazmín, una pija grande, marroncita. Levanto la vista, descubro que el pasto del fondo está sembrado de conchas frescas.” Lao opera en el sentido de la desinvestidura del lenguaje y el orden de lo real, y lo hace, fiel a su estilo, a dentelladas, hasta un núcleo pegajoso, informe y desatinado. “Cuando entré a los baños, sangre salpicada. Como un reguero. Fui al inodoro y, sobre la tapa, el bebito”.
Otras veces, la desinvestidura opera capa a capa: “La noche en que Camelia Haus fue concebida el cielo estaba borracho. Sus padres, no. La señora Haus se quitó la bombacha sin deseo. Su marido la introdujo como quien hace un trámite bancario, es decir, con una mueca de disgusto. El amor para ellos era una palabra insulsa” ("Ebriedad del cielo"). “Cataratas en los ojos. Eso le diagnosticaron al viejo. Conocer el mundo detrás de esa corriente, flor de veladura. Un Iguazú de lejanía. Cómo iba a saber quién sos si no te veía, dijo la tatuadora mientras terminaba una serpiente azul en tu pierna derecha” (“La vida equivocada”).
Lao muestra el lado B de la humanidad, en lo que se ve cada día al abrir los ojos y obliga a mirar el terror que se oculta en aquello con lo cual se comulga. Pero lo hace sin filosofía, solo valiéndose de palabras en apariencia desbocadas, indomables. En apariencia, porque está clara la operación sobre el lenguaje que hace la autora para generar efecto emocional, apoyándose en la disonancia para crear melodía. “Arturo está vacío, el mar se sacude bajo sus nalgas. El barco avanza emitiendo sonidos de fiera mecánica. La música del salón es una flor en el suelo. Arturo la pisotea. Intenta fumar, el cigarrillo se muere rápido entre sus dedos”. Lao desenfunda la espada del lenguaje, afila y corta. Deja que corra sangre y nunca sutura las heridas. Busca mover formas fijas. Teje palabras más que una historia. Y en otros casos también, pocas palabras le bastan para trazar una historia completa: “Me quedo a oscuras en mí hasta que prendan la luz”.
Si la pesadilla es ese resto diurno que no se alcanzó a digerir, eso que le quedó atragantado a nuestro yo y que el inconsciente desviste como a una mujer lujuriosa, entonces los cuentos de García Lao también lo son. Algo que retorna desde rincones oscuros y vedados para obligar a recordar quiénes somos y de dónde venimos.