Mirando al piso, ensimismado, y cada tanto soltando una sonrisa profunda. Así es como un poco recuerdo a Daniel Johnston la tarde primaveral –aunque era otoño– que pasamos previo a su segundo show en Niceto, la única vez que vino a la Argentina, hace seis años. Digo un poco porque el tiempo que pasó hace que los recuerdos inevitablemente se disipen, vayan borrando su huella, aunque igual varias impresiones importantes permanezcan. En este caso, la sensación de que algo irremediablemente roto cargaba Daniel por donde iba. Una explosión de daño muy fuerte ocurrida alguna vez cuyas esquirlas aún lo lastimaban. El miedo entonces –no dicho pero pensado por todos– es que por alguna torpeza, movimiento o comentario equivocado tuviera "un brote" que no solo arruinara el paseo sino que también le impidiera tocar a la noche, el acabose total para mi tarea de acompañarlo y guiarlo por la ciudad.
Arrancamos en Cabildo y Juramento para tener acceso a lo único que parecía interesarle: comics y pizzas. Estaba obsesionado. Primero fuimos a La Revistería y luego a Entelequia, donde buscó caóticamente historietas en su época clásica de Archie, Spiderman, Superman o La Pequeña Lulú, aunque en un momento se maravilló con unos Manara y los agregó sin dudar a sus compras. En cada lugar (también fuimos al Club del Comic) iba acumulando revistas y libros en bolsas que no abandonaba por nada del mundo. Y cuando su hermano Dick, que oficiaba también de manager, quedó en un momento del otro lado de Cabildo, tuvo –tuvimos– un momento de preocupación porque Daniel experimentó un principio de pánico por no estar junto a él.
"Ahí está, ya viene", tratamos de tranquilizarlo con Javier Diz, colega que también participó del paseo y sumó serenidad al recorrido. Por suerte el semáforo como es lógico volvió a habilitar el cruce y Dick pudo reunirse con nosotros, lo cual calmó automáticamente a Johnston. Era evidente la dependencia que tenía con su hermano. Y lo mucho que confiaba en él. Pese a las graciosas desavenencias que también mostraban. Por ejemplo cuando en Kentucky, luego de ordenar sus porciones, fueron a fumar a la vereda y Dick sugirió que dejara las bolsas a nuestro cuidado. Fue como si le propusieran enrolarse para combatir en Irak. Cara de espanto total. Salió entonces con sus múltiples bolsas, que hacían aún más lento su andar, y básicamente no se separó de ellas en toda la tarde.
Con Diz sonreíamos ante estas reacciones "infantiles" porque supongo –creo ahora– nos conectaban con el Daniel Johnston que habíamos construído en nuestra cabeza durante años. Por supuesto que estábamos advertidos sobre su deterioro y prematuro envejecimiento (teníamos internet), pero uno cosa es saberlo y otra aceptarlo cuando finalmente lo tenés frente tuyo. Un Daniel Johnston canoso, barbudo y encorvado, de panza puntiaguda sobresaliendo impunemente debajo de su remera de Hi, how are you; nada que ver con aquel ex empleado de McDonald's, muchacho vivaz, que con su locura sensible y talento innato a había conquistado a insobornables como Kurt Cobain. Necesitábamos conciliarlos. Y el eslabón perdido fue ese comportamiento de niño a todo nivel: con los perros que aparecían de repente y lo querían al instante; con las mujeres lindas que se cruzaba y festejaba sin caerles nunca mal; con los fans que fueron a saludarlo más tarde a la Galería del Liceo y accedía a dibujarles lo que le pidieran; con nosotros cuando de repente hacía un comentario inesperado y nos hacía reír... Era verdad que estaba roto, que cargaba cierta tristeza sin remedio. Pero también que seguía siendo Daniel Johnston y que cuando nos compartía algunos de esos buenos momentos, todo alrededor parecía tomar sentido, adquiría otro color.
Terminamos el paseo con el sol ya cayendo en un bar a la vuelta de su hotel de Palermo. Lo esperaban Shaman y Maxi Prietto, que además de dirigir su banda local, improvisaron con él una versión rara y hermosa de "True love will find you in the end" que puede encontrarse en YouTube. Su voz suena particularmente triste ahí. Un timbre más dulce del que tendría horas más tarde, cuando le cumplió a muchos la ilusión de verlo en vivo alguna vez. "Vas a ver que el amor posta al final encontrarás", traduzco para mis adentros mientras escribo estas líneas y recuerdo el sueño que tuve cuando me enteré que había muerto. Un camarín en un subsuelo lleno de gente, Daniel Johnston sentado en un costado, mirando al suelo, tal vez murmurando algo, y yo observando de lejos sin animarme a saludarlo. No sé si se acordará después de tanto tiempo. Pero entonces levanta la cabeza y me sonríe como cuando salimos a pasear. Elijo quedarme con esa imagen, la que me acompaña cuando vuelvo a escuchar sus canciones y pienso que Daniel Johnston estaría de acuerdo que lo recuerde así, como un artista-niño que pese a todo lo que le pasó supo cómo dejarnos siempre una sonrisa.